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Cuando salgo de la Biblioteca el sol no está. En su lugar, la noche santiaguina ha llenado las esquinas, las calles, el espacio entre los autos estacionados y yo. Las puertas del Centro Cultural están abiertas de par en par y se vislumbran luces encendidas.
Matucana 100 es un recinto amplio, con salas bien equipadas y de distinta capacidad de personas. Me río del afiche en la cabina de venta de entradas: “Aproveche: hoy Jueves POPULAR”. ¿Popular para quién? Al menos la gente que se ve cerca, pienso, dista mucho de lo que yo llamaría popular. Hasta me provoca rabia esa suerte de snobismo intelectualoide por la que decantan algunos (y algunas) y de la que yo me siento simplemente extraña.
Compro mi entrada y me alejo prontamente hacia una especie de baranda de cemento en la que puedo sentarme. Todavía pienso en Cheever; mi sensación de haberme recordado toda la novela que era algo escrito, algo ficcional y, sin embargo, algo que intentaba tocar el terreno de lo verdadero, de lo humanamente cierto. Como hizo Bergman con “Persona”, cuando introdujo a mitad de la historia unas imágenes esquizoides y el desajuste de la cámara: entrometer la verdad más cierta y recordar, sin más, que esa historia era linda, majestuosa, impecable, pero historia, ilusión al fin y al cabo. ¿Y la verdad? Sólo ésa: la de estar viendo algo que intentaba decir de otra cosa.
Contra todo pronóstico financiero, me levanto directamente a la cafetería. Sé que E. y su cuñada (a quien desconozco) llegarán en por lo menos veinte minutos, por lo que me permito pedir un café cortado y regreso a mi asiento con el vaso caliente entre las manos. Pienso: el personaje de Cheever reemplazó elementos en su vida y aprendió la ecuación de vivir viviendo. Doy un sorbo largo a mi café, me quemo la garganta y no me importa. Aquí, como en la novelita, también es invierno.
Termino mi cafecito al mismo tiempo que dejo de pensar en Cheever. Me dirijo a la fila donde ya se han instalado unas quince personas. Un hombre que nada parece tener que ver con los demás, resguarda un diario mural que han puesto cerca de la puerta. Él lee atentamente los artículos de grandes titulares que promocionan la obra: “Putas Asesinas de Roberto Bolaño es llevada al teatro por joven director nacional”.
Yo me acerco sin ver a los que quedan detrás de mí, en la fila. Leo un par de artículos y cuando vuelvo la vista encuentro una cara conocida. Antes que se acerque a saludarme busco y rebusco su nombre sin encontrarlo. Demasiado tarde. Respondo con un hola a secas y el chico pregunta por mi poca frecuencia en la universidad. Ah, nada, le digo, paso más tiempo en el Centro de Atención que allá. Será difícil, me dice él, como intentando entablar conversa. Hmm, sí. O sea, no. No es difícil, es demandante, le digo. ¿Y tú todo bien, cómo va el tercer año? Bien, bien, responde.
Y ya. No da para más la charla y yo tampoco quiero sostenerla; hablar de la universidad con gente de la universidad fuera de la universidad suele remitirte a la ¿Universidad? Es un poco jodido eso.
Nadie me ha dicho nada por la frescura de colarme en la fila. Casi como si supieran que he esperado toda la tarde la obra; que he salido de clases pensando cómo saltar el tiempo hasta aquí; que he gastado el dinero que no tengo en la entrada dizque popular para la puta obra de promocionadas asesinas (¿o era al revés?); que he leído una novela en la Biblioteca donde, hace años, un tipo del que no tengo ningún dato me dijo que leyera, que leyera mucho, pero que no dejara de leer a Roberto; que he invitado a una amiga que leyó el cuento cuando yo, tiempo atrás, tenía el libro sobre mi mesa en una clase que a ella le aburría y yo le pregunté: “¿tienes tiempo?” y ella dijo “no, estamos en clases”, y yo le dije que era mentirosa porque jamás le había puesto atención a ese profesor, pero antes que pudiera ofenderse le abrí el libro y le solté: “lee, después hablamos”. Y ella leyó veinte minutos o media hora y luego preguntó “¿y esto?”, y yo “qué”, “el cuento, tonta” -dijo ella- “de quién es” y yo le dije con la voz más solemne que fui capaz en ése momento: “de Roberto, Bolaño”.
Cuando salgo de la Biblioteca el sol no está. En su lugar, la noche santiaguina ha llenado las esquinas, las calles, el espacio entre los autos estacionados y yo. Las puertas del Centro Cultural están abiertas de par en par y se vislumbran luces encendidas.
Matucana 100 es un recinto amplio, con salas bien equipadas y de distinta capacidad de personas. Me río del afiche en la cabina de venta de entradas: “Aproveche: hoy Jueves POPULAR”. ¿Popular para quién? Al menos la gente que se ve cerca, pienso, dista mucho de lo que yo llamaría popular. Hasta me provoca rabia esa suerte de snobismo intelectualoide por la que decantan algunos (y algunas) y de la que yo me siento simplemente extraña.
Compro mi entrada y me alejo prontamente hacia una especie de baranda de cemento en la que puedo sentarme. Todavía pienso en Cheever; mi sensación de haberme recordado toda la novela que era algo escrito, algo ficcional y, sin embargo, algo que intentaba tocar el terreno de lo verdadero, de lo humanamente cierto. Como hizo Bergman con “Persona”, cuando introdujo a mitad de la historia unas imágenes esquizoides y el desajuste de la cámara: entrometer la verdad más cierta y recordar, sin más, que esa historia era linda, majestuosa, impecable, pero historia, ilusión al fin y al cabo. ¿Y la verdad? Sólo ésa: la de estar viendo algo que intentaba decir de otra cosa.
Contra todo pronóstico financiero, me levanto directamente a la cafetería. Sé que E. y su cuñada (a quien desconozco) llegarán en por lo menos veinte minutos, por lo que me permito pedir un café cortado y regreso a mi asiento con el vaso caliente entre las manos. Pienso: el personaje de Cheever reemplazó elementos en su vida y aprendió la ecuación de vivir viviendo. Doy un sorbo largo a mi café, me quemo la garganta y no me importa. Aquí, como en la novelita, también es invierno.
Termino mi cafecito al mismo tiempo que dejo de pensar en Cheever. Me dirijo a la fila donde ya se han instalado unas quince personas. Un hombre que nada parece tener que ver con los demás, resguarda un diario mural que han puesto cerca de la puerta. Él lee atentamente los artículos de grandes titulares que promocionan la obra: “Putas Asesinas de Roberto Bolaño es llevada al teatro por joven director nacional”.
Yo me acerco sin ver a los que quedan detrás de mí, en la fila. Leo un par de artículos y cuando vuelvo la vista encuentro una cara conocida. Antes que se acerque a saludarme busco y rebusco su nombre sin encontrarlo. Demasiado tarde. Respondo con un hola a secas y el chico pregunta por mi poca frecuencia en la universidad. Ah, nada, le digo, paso más tiempo en el Centro de Atención que allá. Será difícil, me dice él, como intentando entablar conversa. Hmm, sí. O sea, no. No es difícil, es demandante, le digo. ¿Y tú todo bien, cómo va el tercer año? Bien, bien, responde.
Y ya. No da para más la charla y yo tampoco quiero sostenerla; hablar de la universidad con gente de la universidad fuera de la universidad suele remitirte a la ¿Universidad? Es un poco jodido eso.
Nadie me ha dicho nada por la frescura de colarme en la fila. Casi como si supieran que he esperado toda la tarde la obra; que he salido de clases pensando cómo saltar el tiempo hasta aquí; que he gastado el dinero que no tengo en la entrada dizque popular para la puta obra de promocionadas asesinas (¿o era al revés?); que he leído una novela en la Biblioteca donde, hace años, un tipo del que no tengo ningún dato me dijo que leyera, que leyera mucho, pero que no dejara de leer a Roberto; que he invitado a una amiga que leyó el cuento cuando yo, tiempo atrás, tenía el libro sobre mi mesa en una clase que a ella le aburría y yo le pregunté: “¿tienes tiempo?” y ella dijo “no, estamos en clases”, y yo le dije que era mentirosa porque jamás le había puesto atención a ese profesor, pero antes que pudiera ofenderse le abrí el libro y le solté: “lee, después hablamos”. Y ella leyó veinte minutos o media hora y luego preguntó “¿y esto?”, y yo “qué”, “el cuento, tonta” -dijo ella- “de quién es” y yo le dije con la voz más solemne que fui capaz en ése momento: “de Roberto, Bolaño”.