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C. me invita a su casa para no perder la hora de almuerzo. Al menos eso pretende hacerme creer, pero en el fondo las dos sabemos que el llanto de hace unos minutos no ha terminado. Me quedo callada; a veces, cuando el tiempo no acompaña, es preferible no abrir ciertas cosas que pueden resultar dolorosas.
Hoy, además, no estamos solas. Igual comemos como si lo estuviéramos, en silencio, con prisa. Alcanzo a lavarme los dientes en un suspiro y, al siguiente, ya vamos corriendo a la esquina de Bulnes para tomar la micro.
El barrio donde vive C. es uno de mis preferidos en Santiago Centro. Podría pensarse que el hecho de ser un barrio universitario es lo que me atrae, pero no. Ni los pubs ni los restaurantes ni las botillerías son mi atracción. En República ocurre que las cuadras están cruzadas por pequeños pasajes de calles cerradas, antiguas, adoquinadas.
Mientras recupero el aliento y antes de subirnos a la micro, pienso que el sol se comporta de otra manera frente a los adoquines. En el cemento parece ser tragado. Parece perderse. En cambio con los adoquines los haces de luz se multiplican, refulgen, sobretodo si ha llovido media hora antes, o cuando está incluso a punto de llover. El otoño es más maravilloso: las hojas se agarran a las aberturas, tapizan todos los espacios.
C. me pregunta qué pienso. Cosas, le digo. Apuesto a que te quedaste pegada con la sesión de la mañana, replica intentando sonreír. La miro negando con la cabeza. Acabo de correr tres cuadras después de almuerzo, estamos atrasadas, la micro ni siquiera se asoma y yo voy a estar analizando huevadas, no joda.
Estoy mal, Ange, estoy mal, me dice ella con una voz mezcla de risa y fatalidad. ¿Y ahora? Subo la ceja derecha en un gesto involuntario de interrogación y C. agrega: es que yo sí estaba pensando en eso.
C. me invita a su casa para no perder la hora de almuerzo. Al menos eso pretende hacerme creer, pero en el fondo las dos sabemos que el llanto de hace unos minutos no ha terminado. Me quedo callada; a veces, cuando el tiempo no acompaña, es preferible no abrir ciertas cosas que pueden resultar dolorosas.
Hoy, además, no estamos solas. Igual comemos como si lo estuviéramos, en silencio, con prisa. Alcanzo a lavarme los dientes en un suspiro y, al siguiente, ya vamos corriendo a la esquina de Bulnes para tomar la micro.
El barrio donde vive C. es uno de mis preferidos en Santiago Centro. Podría pensarse que el hecho de ser un barrio universitario es lo que me atrae, pero no. Ni los pubs ni los restaurantes ni las botillerías son mi atracción. En República ocurre que las cuadras están cruzadas por pequeños pasajes de calles cerradas, antiguas, adoquinadas.
Mientras recupero el aliento y antes de subirnos a la micro, pienso que el sol se comporta de otra manera frente a los adoquines. En el cemento parece ser tragado. Parece perderse. En cambio con los adoquines los haces de luz se multiplican, refulgen, sobretodo si ha llovido media hora antes, o cuando está incluso a punto de llover. El otoño es más maravilloso: las hojas se agarran a las aberturas, tapizan todos los espacios.
C. me pregunta qué pienso. Cosas, le digo. Apuesto a que te quedaste pegada con la sesión de la mañana, replica intentando sonreír. La miro negando con la cabeza. Acabo de correr tres cuadras después de almuerzo, estamos atrasadas, la micro ni siquiera se asoma y yo voy a estar analizando huevadas, no joda.
Estoy mal, Ange, estoy mal, me dice ella con una voz mezcla de risa y fatalidad. ¿Y ahora? Subo la ceja derecha en un gesto involuntario de interrogación y C. agrega: es que yo sí estaba pensando en eso.