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Deberían cambiar el sistema de lockers; ya no se emiten las monedas de cobre de cien pesos. En su lugar, unas monedas de dos metales, un tercio más pequeñas que las anteriores y con un sello uniforme ha venido a reemplazarlas. Tener una moneda de cien pesos antigua es cada vez más difícil, pero esto no parece importarle a los guardias que me piden guardar mi bolso en el casillero. Ok, le digo a uno, pero cámbieme la monedita.
No debería estar nerviosa. No voy a encontrarme con nadie. No estoy pensando nada. Mi primer impulso es ir a la sala de literatura infantil (primer piso a mano derecha). Abro la puerta y la algarabía resuena en mis oídos. La cierro. Ahora recuerdo que cuando me aburría de mi propia verborrea bajaba a jugar con los niños que estaban en esa sala. Me sabía los puzzles de memoria y hasta recibí una oferta de trabajo del lugar. Pero en ese tiempo yo ya trabajaba, no con niños sino con adolescentes, en un preuniversitario alejado de la ciudad.
Subo ininterrumpidamente hasta el tercer piso. Mano izquierda: sala de literatura. Las puertas están abiertas y en el mesón principal están atendiendo dos jóvenes. Hago la fila, le cuento a Gerardo (como leo en su identificación) que era usuaria del lugar hace tiempo, que probablemente mi credencial está caduca. Le extiendo mi cédula de identidad y me ubica en el registro informático: ¿Angélica Alvarez?; no importa, dice extendiéndome la identificación, mientras regularizas tu credencial puedes ocupar todo el material dentro de la sala.
Veo las estanterías. Me detengo en las novedades editoriales sólo un instante. No sé qué leer, pero sé que quiero leer. Poesía no. Poesía descartada, mientras no escriba un poema medianamente decente, poesía no. Prosa. ¿Novela, cuento? ¿Literatura nacional? Bolaño, no. Bolaño descartado porque vengo por él pero no a esto.
Hay dos computadores desocupados. Me siento en uno mientras pienso qué leer. Reviso mi correo, repaso dos cartas: las últimas cartas que he recibido. Contesto una, telegrámicamente. Entro al forito. Me responde Evil, me comenta Vilma, May, Sanita. Comento a Carlito, dos poemas. Elena está en línea, prometo contarle mi jueves. Voy al teatro, alcanzo a comentarle. Les pongo estrellas a todos, hoy no da para soles. O tal vez sí, pero más tarde. Cierro mi visita express y ahora sí, camino por entre las novelas y luego por entre la poesía y también entre los lectores. Lectoras hay pocas.
Veo todo pero no levanto ningún libro. Espero, sigo mirando, paseando. Escojo el lugar en el que me sentaré a leer a las dieciocho veinticinco de un día que me ha parecido largo y corto, al mismo tiempo. Me quedo con el sofá rojo, todo para mí. Todavía no sé qué leer.
Doy una vuelta sin pensar en ningún autor. De reojo, un libro de Tabucchi me mira. Lo descarto por largo y sigo, pero a su lado, un libro con la palabra Paraíso destacada, me guiña un ojo. Me acerco, lo tomo entre mis manos, leo el título en voz alta: "Esto parece el PARAÍSO". John Cheever. Apuesto por él y me lo llevo hasta el sillón rojo, sin brazos, y allí nos sentamos los dos a pasar la tarde. El libro y yo, quiero decir.
Deberían cambiar el sistema de lockers; ya no se emiten las monedas de cobre de cien pesos. En su lugar, unas monedas de dos metales, un tercio más pequeñas que las anteriores y con un sello uniforme ha venido a reemplazarlas. Tener una moneda de cien pesos antigua es cada vez más difícil, pero esto no parece importarle a los guardias que me piden guardar mi bolso en el casillero. Ok, le digo a uno, pero cámbieme la monedita.
No debería estar nerviosa. No voy a encontrarme con nadie. No estoy pensando nada. Mi primer impulso es ir a la sala de literatura infantil (primer piso a mano derecha). Abro la puerta y la algarabía resuena en mis oídos. La cierro. Ahora recuerdo que cuando me aburría de mi propia verborrea bajaba a jugar con los niños que estaban en esa sala. Me sabía los puzzles de memoria y hasta recibí una oferta de trabajo del lugar. Pero en ese tiempo yo ya trabajaba, no con niños sino con adolescentes, en un preuniversitario alejado de la ciudad.
Subo ininterrumpidamente hasta el tercer piso. Mano izquierda: sala de literatura. Las puertas están abiertas y en el mesón principal están atendiendo dos jóvenes. Hago la fila, le cuento a Gerardo (como leo en su identificación) que era usuaria del lugar hace tiempo, que probablemente mi credencial está caduca. Le extiendo mi cédula de identidad y me ubica en el registro informático: ¿Angélica Alvarez?; no importa, dice extendiéndome la identificación, mientras regularizas tu credencial puedes ocupar todo el material dentro de la sala.
Veo las estanterías. Me detengo en las novedades editoriales sólo un instante. No sé qué leer, pero sé que quiero leer. Poesía no. Poesía descartada, mientras no escriba un poema medianamente decente, poesía no. Prosa. ¿Novela, cuento? ¿Literatura nacional? Bolaño, no. Bolaño descartado porque vengo por él pero no a esto.
Hay dos computadores desocupados. Me siento en uno mientras pienso qué leer. Reviso mi correo, repaso dos cartas: las últimas cartas que he recibido. Contesto una, telegrámicamente. Entro al forito. Me responde Evil, me comenta Vilma, May, Sanita. Comento a Carlito, dos poemas. Elena está en línea, prometo contarle mi jueves. Voy al teatro, alcanzo a comentarle. Les pongo estrellas a todos, hoy no da para soles. O tal vez sí, pero más tarde. Cierro mi visita express y ahora sí, camino por entre las novelas y luego por entre la poesía y también entre los lectores. Lectoras hay pocas.
Veo todo pero no levanto ningún libro. Espero, sigo mirando, paseando. Escojo el lugar en el que me sentaré a leer a las dieciocho veinticinco de un día que me ha parecido largo y corto, al mismo tiempo. Me quedo con el sofá rojo, todo para mí. Todavía no sé qué leer.
Doy una vuelta sin pensar en ningún autor. De reojo, un libro de Tabucchi me mira. Lo descarto por largo y sigo, pero a su lado, un libro con la palabra Paraíso destacada, me guiña un ojo. Me acerco, lo tomo entre mis manos, leo el título en voz alta: "Esto parece el PARAÍSO". John Cheever. Apuesto por él y me lo llevo hasta el sillón rojo, sin brazos, y allí nos sentamos los dos a pasar la tarde. El libro y yo, quiero decir.