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Cuarenta y ocho minutos en silencio para un grupo de dieciséis personas desde las nueve cuarenta y dos hasta las diez con treinta puede ser demasiado. Pero para mí no lo es, puesto que las uñas (las de los dedos de las manos, claro está) siempre pueden servirle a una de estímulo creativo, que no de pasatiempo. Otra cosa vendría siendo parar la oreja, expresión que en este país austral indica algo así como poner atención. Una atención que es producto más de la curiosidad que del otro, verdadero interés.
En el minuto número cincuenta alguien refiere lo aburrido de estar en silencio. No debe usar las uñas más que para las limas, pienso yo. A mi risa, sigue la pregunta de un tercero que cuestiona el motivo de ella. No me aburre el silencio, digo.
En la sesión se habla de la persona versus el rol de terapeuta. Se habla de lo difícil que es salir del rol académico. De las gratificaciones que el rol trae consigo. De las mentiras para evitar presentarse desde el rol. Digo que he mentido, eso seguro, pero no logro recordar si dije que estudiaba gastronomía, contabilidad o literatura. Literatura no creo haber dicho, agrego.
Se habla de escuchar versus decir de sí. La rubia, K., dice no decir nunca de sí. Dice postergarse siempre. Su comentario es pasado por alto de forma, digamos, vertiginosa, salvo por J. quien intenta retomar su dicho infructuosamente. Me río bajito, para mí misma, esta vez.
V. dice que ayer le contaron de un colega que acababa de suicidarse. Que el sepelio, que la tragedia, que el rol. Porque no es posible que un, digamos, terapeuta, acabe así. Es contradictorio. La persona versus el rol. Se habla del silencio, de la angustia del silencio, del suicidio. Se habla hasta del transporte público; de Cortázar, no el Julio sino el Ministro de Transporte, de su soledad (¿será que el tipo se siente, en verdad, solo, sólo porque el gobierno y la oposición parecen no escucharlo?). Me río bajito. Se habla de sentirse impotente.
Recuerdo la biografía de Gonzalo Pérez en mi mente. El dicho de la Hoffman: "Si quieres sanar, preocúpate de no perder de vista tu herida". Poco después alguien habla de las heridas. Cito a Lola, digo que presiento que tiene razón, que me gusta porque dice de su experiencia, de su vida. Propongo dejar de lado el rol y hablar de la vida. De la propia vida.
K. se conmueve. Mira, justo enfrente mío, la punta de su zapato. No dejo de observarla hasta que levanta la cabeza y balbucea que cuesta. Lo dejamos hasta aquí, le digo.
Entonces C., que no ha dejado de anotar en un croquis desde las nueve cincuenta o las diez hasta, digamos, esta hora, quizás qué conclusiones o análisis o simplemente anotar porque nada se escape, toma la palabra.
En lugar de hablar, llora.
Cuarenta y ocho minutos en silencio para un grupo de dieciséis personas desde las nueve cuarenta y dos hasta las diez con treinta puede ser demasiado. Pero para mí no lo es, puesto que las uñas (las de los dedos de las manos, claro está) siempre pueden servirle a una de estímulo creativo, que no de pasatiempo. Otra cosa vendría siendo parar la oreja, expresión que en este país austral indica algo así como poner atención. Una atención que es producto más de la curiosidad que del otro, verdadero interés.
En el minuto número cincuenta alguien refiere lo aburrido de estar en silencio. No debe usar las uñas más que para las limas, pienso yo. A mi risa, sigue la pregunta de un tercero que cuestiona el motivo de ella. No me aburre el silencio, digo.
En la sesión se habla de la persona versus el rol de terapeuta. Se habla de lo difícil que es salir del rol académico. De las gratificaciones que el rol trae consigo. De las mentiras para evitar presentarse desde el rol. Digo que he mentido, eso seguro, pero no logro recordar si dije que estudiaba gastronomía, contabilidad o literatura. Literatura no creo haber dicho, agrego.
Se habla de escuchar versus decir de sí. La rubia, K., dice no decir nunca de sí. Dice postergarse siempre. Su comentario es pasado por alto de forma, digamos, vertiginosa, salvo por J. quien intenta retomar su dicho infructuosamente. Me río bajito, para mí misma, esta vez.
V. dice que ayer le contaron de un colega que acababa de suicidarse. Que el sepelio, que la tragedia, que el rol. Porque no es posible que un, digamos, terapeuta, acabe así. Es contradictorio. La persona versus el rol. Se habla del silencio, de la angustia del silencio, del suicidio. Se habla hasta del transporte público; de Cortázar, no el Julio sino el Ministro de Transporte, de su soledad (¿será que el tipo se siente, en verdad, solo, sólo porque el gobierno y la oposición parecen no escucharlo?). Me río bajito. Se habla de sentirse impotente.
Recuerdo la biografía de Gonzalo Pérez en mi mente. El dicho de la Hoffman: "Si quieres sanar, preocúpate de no perder de vista tu herida". Poco después alguien habla de las heridas. Cito a Lola, digo que presiento que tiene razón, que me gusta porque dice de su experiencia, de su vida. Propongo dejar de lado el rol y hablar de la vida. De la propia vida.
K. se conmueve. Mira, justo enfrente mío, la punta de su zapato. No dejo de observarla hasta que levanta la cabeza y balbucea que cuesta. Lo dejamos hasta aquí, le digo.
Entonces C., que no ha dejado de anotar en un croquis desde las nueve cincuenta o las diez hasta, digamos, esta hora, quizás qué conclusiones o análisis o simplemente anotar porque nada se escape, toma la palabra.
En lugar de hablar, llora.