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Mi primer recuerdo, en la línea del tiempo, es un sombrero de paja sobre mi cara y una abeja zumbona colándose entre mi pelo; yo que la agarro sin saberlo y ella que me ensarta su aguijón en la barbilla. Ése recuerdo tiene un olor dulce, una temperatura cálida, de primavera. Pero su color es negro, puesto que el sombrero me impedía ver el sol sobre mis ojos.
Dulce y negro, así defino mi primer recuerdo. Luego, las fechas son poco precisas. El primer beso, por ejemplo, lo he perdido. Pero guardo intacto el momento en que por primera vez sentí que un chico, en la escuela, me gustaba. No me acuerdo de su nombre pero sí de sus manos y sobretodo de las peculiaridades de sus orejas. No eran lindas, digamos, pero eran notables. Sobresalían de un gorro de lana que no se quitaba ni por sucio ni por caluroso.
Supongo que volver a un lugar conocido al que, sin embargo, no visitas hace mucho tiempo, suele generar sensaciones confusas y hasta sentimientos encontrados. Y no me refiero simplemente al traspasar el umbral de la entrada preguntándote cuán cambiado esté el sitio, no. Más bien hablo del apretón visceral que te produce ir caminando las calles tan andadas, llenas de recuerdos que aparecen desordenados.
Porque hay que decirlo: la memoria es un excelente registro. Se activa inopinadamente ante olores, imágenes, sonidos. Se activa sin nosotros pretenderlo y aún queriéndolo su comportamiento es errático, caprichoso.
A una cuadra de Matucana decido bajarme del columpio de la memoria. Decido mirar el sol de la tarde; un sol todavía invernal, todavía inocente. Decido examinar el semáforo: verde para mí, y decido cruzar lentamente hasta la esquina del Liceo contiguo a la Biblioteca.
Mi primer recuerdo, en la línea del tiempo, es un sombrero de paja sobre mi cara y una abeja zumbona colándose entre mi pelo; yo que la agarro sin saberlo y ella que me ensarta su aguijón en la barbilla. Ése recuerdo tiene un olor dulce, una temperatura cálida, de primavera. Pero su color es negro, puesto que el sombrero me impedía ver el sol sobre mis ojos.
Dulce y negro, así defino mi primer recuerdo. Luego, las fechas son poco precisas. El primer beso, por ejemplo, lo he perdido. Pero guardo intacto el momento en que por primera vez sentí que un chico, en la escuela, me gustaba. No me acuerdo de su nombre pero sí de sus manos y sobretodo de las peculiaridades de sus orejas. No eran lindas, digamos, pero eran notables. Sobresalían de un gorro de lana que no se quitaba ni por sucio ni por caluroso.
Supongo que volver a un lugar conocido al que, sin embargo, no visitas hace mucho tiempo, suele generar sensaciones confusas y hasta sentimientos encontrados. Y no me refiero simplemente al traspasar el umbral de la entrada preguntándote cuán cambiado esté el sitio, no. Más bien hablo del apretón visceral que te produce ir caminando las calles tan andadas, llenas de recuerdos que aparecen desordenados.
Porque hay que decirlo: la memoria es un excelente registro. Se activa inopinadamente ante olores, imágenes, sonidos. Se activa sin nosotros pretenderlo y aún queriéndolo su comportamiento es errático, caprichoso.
A una cuadra de Matucana decido bajarme del columpio de la memoria. Decido mirar el sol de la tarde; un sol todavía invernal, todavía inocente. Decido examinar el semáforo: verde para mí, y decido cruzar lentamente hasta la esquina del Liceo contiguo a la Biblioteca.