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Me invitan a Sherwood a la salida de clases. Pienso que estarán más que seguro Dani y Eneko, los dos alumnos que llegaron de intercambio este semestre. Son españoles. No se pueden quejar de la hospitalidad: mis compañeras los comprometen para cada salida que se planea. La última vez que conversamos me contaban que nuestro acento les parecía sensual, al principio. Cómo me reí de eso. Les expliqué que nosotros pensamos lo mismo de las voces de las españolas, que para nosotros su acento suena a línea erótica.
Salgo al patio y compruebo que ha vuelto a llover, levemente. Las cuatro bancas que componen Sherwood, juntos a los tronquitos de madera y la flora correspondiente, están lo bastante mojados como para cambiar el lugar del carrete. Un grupo opta por el Chile, un bar que no es de estudiantes sino de fauna criolla, léase borrachos sempiternos de calle Ecuador e incluso alguno de Matucana.
Antes solía ir bastante a Matucana. No a los bares llenos de borrachitos de barrio, sino a la biblioteca de Santiago que es relativamente nueva. Se inauguró hace unos tres años, cuando yo ya llevaba dos en la capital. Me volví adicta a ella en un tiempo en el que no quería a nadie al lado. Bien podía pasarme una tarde completa, sola.
Así fue que conocí a J. Trabajaba en uno de los mesones de la sala de literatura, específicamente en el de poesía chilena. Una vez me soltó: la gente que viene mucho aquí es poca, y viene porque estudia literatura o porque escribe, ¿a cuál perteneces?
J. me hizo leer a Bolaño por primera vez. Él tenía treinta y dos y yo estaba por cumplir los veinte. Conversábamos un rato cada vez que yo llegaba a su mesón; esa rutina derivó en costumbre y al tiempo le llevé dos poemas míos. No quiso leerlos allí mismo, dijo que se los llevaría a su casa y que otro día me comentaba. Antes de irse preguntaba: ¿leíste a Bolaño? No, le decía yo con una sonrisa, todavía no lo leo. Qué esperas, replicaba con ese tono un poco agrio con que intentaba apabullar a la gente, y se iba caminando sin esperar respuesta.
Con el tiempo entendí la urgencia de J. También entendí que ese tono de voz era sólo una defensa, que en el fondo le tenía un miedo tremendo a las discusiones. Nunca le pedí que me respondiera a los poemas que le mostré. No me atrevía. Pero cuando comprendí su forma de huirle a la gente, me di cuenta que sí los había leído. Me retaba por no estar con gentes más alegres; me retaba por cambiarle los libros de sitio; me retaba por pasarme toda la tarde ahí y por no leer a Bolaño.
Todo eso ocurrió un invierno y luego ocurrieron otras cosas que me hicieron salir de esa Biblioteca. Matucana se volvió menos frecuente, cada vez. Un día, al final de la primavera, llegué al mesón de poesía chilena y J. no estaba. En su lugar, una mujer de nariz respingada y ojos pequeñitos que trabajaba en la sección de prensa (al menos allí la había visto) me contó que había renunciado. Espérame -dijo- te dejó algo.
Guardé el sobre en mi cuaderno y no quise preguntar más. Me senté en uno de los sofás y leí la escueta nota de la que ahora recuerdo vagamente una sola idea: "lee a Bolaño". Fui al aparador de literatura chilena. Letra B. Bolaño, Roberto: Amuleto, Nocturno de Chile, Putas Asesinas, Los detectives salvajes, Estrella distante, Pista de hielo.
Me tomó dos días leer Amuleto. Quise escribirle una carta a J, llamarlo, agradecerle. Nunca le pedí el teléfono ni él a mí; nuestra relación se limitaba a esas conversaciones de mesón, en aquella biblioteca. Nada más. En ese momento, al termino de aquella novela, entendí lo que J. había querido decirme.
Sentada en una de las bancas húmedas de Sherwood, llamo al celular de E. Quedamos de encontrarnos a las ocho treinta en Matucana 100. ¿A qué hora es la obra, Angelito? pregunta antes que le cuelgue. A las nueve, respondo, abren la puerta quince minutos antes. ¿Y qué harás mientras? -pregunta- son recién las diecisiete treinta. Pienso un par de segundos. No sé, le digo.
Pero en el fondo lo tengo claro. Más que claro.
Me invitan a Sherwood a la salida de clases. Pienso que estarán más que seguro Dani y Eneko, los dos alumnos que llegaron de intercambio este semestre. Son españoles. No se pueden quejar de la hospitalidad: mis compañeras los comprometen para cada salida que se planea. La última vez que conversamos me contaban que nuestro acento les parecía sensual, al principio. Cómo me reí de eso. Les expliqué que nosotros pensamos lo mismo de las voces de las españolas, que para nosotros su acento suena a línea erótica.
Salgo al patio y compruebo que ha vuelto a llover, levemente. Las cuatro bancas que componen Sherwood, juntos a los tronquitos de madera y la flora correspondiente, están lo bastante mojados como para cambiar el lugar del carrete. Un grupo opta por el Chile, un bar que no es de estudiantes sino de fauna criolla, léase borrachos sempiternos de calle Ecuador e incluso alguno de Matucana.
Antes solía ir bastante a Matucana. No a los bares llenos de borrachitos de barrio, sino a la biblioteca de Santiago que es relativamente nueva. Se inauguró hace unos tres años, cuando yo ya llevaba dos en la capital. Me volví adicta a ella en un tiempo en el que no quería a nadie al lado. Bien podía pasarme una tarde completa, sola.
Así fue que conocí a J. Trabajaba en uno de los mesones de la sala de literatura, específicamente en el de poesía chilena. Una vez me soltó: la gente que viene mucho aquí es poca, y viene porque estudia literatura o porque escribe, ¿a cuál perteneces?
J. me hizo leer a Bolaño por primera vez. Él tenía treinta y dos y yo estaba por cumplir los veinte. Conversábamos un rato cada vez que yo llegaba a su mesón; esa rutina derivó en costumbre y al tiempo le llevé dos poemas míos. No quiso leerlos allí mismo, dijo que se los llevaría a su casa y que otro día me comentaba. Antes de irse preguntaba: ¿leíste a Bolaño? No, le decía yo con una sonrisa, todavía no lo leo. Qué esperas, replicaba con ese tono un poco agrio con que intentaba apabullar a la gente, y se iba caminando sin esperar respuesta.
Con el tiempo entendí la urgencia de J. También entendí que ese tono de voz era sólo una defensa, que en el fondo le tenía un miedo tremendo a las discusiones. Nunca le pedí que me respondiera a los poemas que le mostré. No me atrevía. Pero cuando comprendí su forma de huirle a la gente, me di cuenta que sí los había leído. Me retaba por no estar con gentes más alegres; me retaba por cambiarle los libros de sitio; me retaba por pasarme toda la tarde ahí y por no leer a Bolaño.
Todo eso ocurrió un invierno y luego ocurrieron otras cosas que me hicieron salir de esa Biblioteca. Matucana se volvió menos frecuente, cada vez. Un día, al final de la primavera, llegué al mesón de poesía chilena y J. no estaba. En su lugar, una mujer de nariz respingada y ojos pequeñitos que trabajaba en la sección de prensa (al menos allí la había visto) me contó que había renunciado. Espérame -dijo- te dejó algo.
Guardé el sobre en mi cuaderno y no quise preguntar más. Me senté en uno de los sofás y leí la escueta nota de la que ahora recuerdo vagamente una sola idea: "lee a Bolaño". Fui al aparador de literatura chilena. Letra B. Bolaño, Roberto: Amuleto, Nocturno de Chile, Putas Asesinas, Los detectives salvajes, Estrella distante, Pista de hielo.
Me tomó dos días leer Amuleto. Quise escribirle una carta a J, llamarlo, agradecerle. Nunca le pedí el teléfono ni él a mí; nuestra relación se limitaba a esas conversaciones de mesón, en aquella biblioteca. Nada más. En ese momento, al termino de aquella novela, entendí lo que J. había querido decirme.
Sentada en una de las bancas húmedas de Sherwood, llamo al celular de E. Quedamos de encontrarnos a las ocho treinta en Matucana 100. ¿A qué hora es la obra, Angelito? pregunta antes que le cuelgue. A las nueve, respondo, abren la puerta quince minutos antes. ¿Y qué harás mientras? -pregunta- son recién las diecisiete treinta. Pienso un par de segundos. No sé, le digo.
Pero en el fondo lo tengo claro. Más que claro.