Y había un elefante chato tallado en granito marrón empotrado a la pared al que su autor olvidó labrarle boca. Solía lamentarse el elefante, por algún mistérico orificio, del calor y la humedad, aunque salvo dos escolopendras aborígenes a rayas púrpura y amarillas y yo, bífidus inactivo, nadie más parecía percatarse del paquidérmico clamor: Abnegado, sudoroso, provisto de cosmología trascendente, adn y cromosomas. Un cuadro inquietante que me llenó el alma de un número indeterminado de murciélagos chillones del Cañón del Cobre y la vejiga urinaria de agua minero medicinal sin gas.
Había una gran belleza en aquel, el elefante gemebundo sin boca de cuyo nombre no quiero acordarme.
Y había, a dos metros -dios mediante- del elefante, matizado en el mismo paredón, un pintado cuadrangular de color negro, un negro dogmáticamente negro, negro como el trigo negro (muy negro) como la noche polar o el futuro de un yonki, un negro tan espeso, prieto y tupido que, dicen los indígenas con orgullo, no hay agujero negro que lo pueda absorber, no por nada físico, porque es tan negro que ni los agujeros negros lo pueden ver. En mitad del cuadrángulo, tallados en mármol de disminuido atributo (acaso de Rajastán) dos grandes ojos blancos de pupilas negras descollaban sobresalidos en pura vida, hoscos, belicosos, saturando el aire a su alrededor de un aura soberbiamente poderosa, hipnótica, heroica, terrorífica, axiomáticamente seductora y atrayente
La blanca oveja me hablaba de la curva a los índices de la productividad, los cirros cúmulos y la marejadilla… Delirante yo, en aquel momento de ácida sexualidad, clavados mis sentidos en aquel poder irresistible, me entregué a la diosa negra de lengua provocadora, sin pensar (como debe hacer un buen converso) encajado en un nirvana de reflejos intermitentes, delirado en la atroz ferocidad preliminar a todas las memorias, trastornado por la belleza furtiva de salvajes efigies de fuego, carne y fuerza, fotogramas vívidos, imágenes evocadas por la sangre solidificada a la sombra de la diosa, de una intensidad actual prunfundamente emotiva, de cuando yo, una vez, comí la carne chamuscada de mi propio padre… Le maté, sí, le maté, no solo porque quería ser yo el primero de la manada, le maté también porque aquella tarde tenía hambre.
Había una gran belleza en aquella, la Diosa de las ciudades de los cuervos… Y todas las demás.
part 4
Última edición por Evil 333 el Jue Abr 17, 2008 1:16 pm, editado 1 vez