Aquella mustia tarde de agosto, sentado en el arrecife de mi soledad esperando en vano por mi mismo, pensaba en los avatares de mi vida, en aquella manceba mal brotada, mi padre (alias El Cocodrilo), en la larga sucesión de gatos monarcas, las avellanas, en las agujas y, como no, en el asnal sentido de la muerte.
De esa guisa me hallaba, tan enajenado en mis cavilaciones, que se me olvidó que eran las diez y, por tanto, oscurecía visiblemente. Suele pasarme que cuando pienso no me entero de nada, no existo, una cosa rara, desafío a la filosofía yo: Pienso, luego no existo. Eso me pasa a mi.
Y pues decidí irme a cenar o subirme por la enredadera al balcón de cualquier doncella virgen y, a ser posible con compromiso, cuando frente a mi, de repente apareciose una luminosidad tenue, envuelta en un aura opaca que se desplazaba levemente, como un péndulo flotando en el aire a dos palmos del suelo.
“Que raro” pensé “con lo poco que bebo y lo borracho que estoy” pero yo, que estudié interno en los salesianos, no me atemorizo con facilidad, y menos si estoy borracho, por eso le hice la pregunta más coherente que me vino a la entrepierna: “¿Es usted de género masculino o femenino?”
La tenue luminosidad, que de ahora en adelante llamaremos “espectro”, se puso cabeza abajo y pasó de su color gris a otro más bien malva, pero no dijo nada, entonces se volatilizó sin ruidos ni aspavientos.
Yo me fui con mi bola, pero no se ¿Me pasó eso realmente? ¿O estaba de verdad borracho?