El Génesis dice que tenía 75 años cuando salió del país de Harán una vez muerto su padre, el alfarero Tharé: pero también el Génesis asegura que Tharé engendró a Abraham a los 70 años y que Tharé vivió hasta los 205, y que Abraham salió de Harán sólo después que su padre hubo fallecido. Si se suman los años resulta claro, según el mismo Génesis, que Abraham tenía 135 años al abandonar Mesopotamia. Se fue de un país idólatra a otro país idólatra llamado Sichén, en Palestina.
¿Para qué se dirigió allí? ¿Por qué motivo abandonó las fértiles orillas del Éufrates para irse a un lugar tan apartado y pedregoso como Sichén? Este no era en absoluto un lugar comercial, por lo que su lengua debía ser bastante diferente de la caldea; más de cien leguas se extienden entre ambas ciudades; hay que atravesar desiertos para llegar allí; pero Dios quería que hiciera este viaje, quería mostrarle la tierra donde debían asentarse sus descendientes varios siglos después.
Al espíritu humano le cuesta comprender la razón de dicho viaje. Apenas llegó al pequeño país montañoso de Sichén y el hambre lo obligó a salir de él, se dirige a Egipto con su mujer para buscar algo de qué vivir. Hay 200 leguas de Sichén a Memphis; ¿es natural que haya ido tan lejos a pedir trigo, a un país del que ignora absolutamente la lengua? Estos son los insólitos viajes realizados a la edad de casi 140 años.
Lleva a Memphis a su mujer Sara, que era jovencísima, casi una niña si se la compara con él, pues sólo tenía 65 años. Como era muy bella, decidió aprovechar parte de su belleza: “simula que eres mi hermana que así nos beneficiaremos”. Debería haberle dicho mejor: “simula que eres mi hija”. El rey se enamoró de la joven Sara, y regaló al supuesto hermano una enorme cantidad de ovejas, bueyes, asnos, camellos, esclavos y esclavas: lo que demuestra que Egipto era ya un reino muy poderoso y culto, y por lo tanto muy antiguo, que recompensaba generosamente a los hermanos que venían a ofrecer a sus hermanas a los reyes de Memphis.
La joven Sara tenía 90 años, según la Escritura, cuando Dios le prometió que Abraham, que para ese entonces tenía 160, le daría un hijo ese mismo año.
Abraham, amante de los viajes, se fue al terrible desierto de Caldés con su mujer encinta siempre joven y bonita. El rey de este desierto se enamoró inmediatamente de Sara así como lo había estado el rey de Egipto. El sostuvo la misma mentira que en Egipto: entregó a su mujer como si fuera su hermana, y así pudo obtener rebaños, bueyes, esclavos y esclavas.
No sería demasiado osado suponer que Abraham se hizo bastante rico con las rentas de su mujer. Los comentaristas han escrito un número enorme de volúmenes intentando justificar la conducta de Abraham y conciliar la cronología. Es preciso por lo tanto consultar sus escritos.
Sabemos que nuestra santa religión es la única buena. Pero después de ella, ¿cuál sería la menos mala?
¿No sería acaso la más sencilla? ¿No sería la que enseñase mucha moral y pocos dogmas? ¿ La que más favoreciera a la formación de hombres justos, sin que caigan en el absurdo, la que no ordenase cosas imposibles, contradictorias, infamantes para la divinidad y perjudiciales para el género humano, y que no se atreviese a amenazar con penas eternas a quien tuviera sentido común? ¿No sería aquella que para sostenerse no tuviera que recurrir a los verdugos y que no bañase la tierra de sangre por sofismas impenetrables, aquella en la que el azar, un juego de palabras y dos o tres cartas no hicieran de un rey de un sacerdote, casi siempre incestuoso, criminal y envenenador, un Dios? ¿La que no sometiera a los reyes a ese sacerdote, la que no tuviera más preceptos que la adoración de un dios, la justicia, la tolerancia y la humanidad?