El viento helado intenta despertarme abrazándome por la espalda; lo rechazo acurrucándome y tratando de sujetar la colcha con alma de mujer tramposa que se aleja cuando que aflojo la presión de mis dedos, pero uno tarde o temprano acaba por hartarse de minas así, decido despertarme. Son las nueve de la mañana, unas cinco o seis horas antes de lo habitual. Dormí exactamente 2,45 horas. Siento frío, como siempre. Esta sensación de muerte anticipada que me envuelve, sea la estación que fuere, mortaja de piel arrugada que me recuerda esa cita cuya fecha desconozco. Empiezo a hundirme en la cama, el ahogo comienza. Hoy no. Me levanto. Me pongo un joggin roto, manchado y sucio, camisa a medio abrochar y en los pies medias de algodón gastadísimas donde el talón ya completó varias veces el recorrido alrededor del pié, calzado con mis pampero en chancleta y sin cordones.
Medio borracho de sueño voy al baño, el polvo y el pelo de los perros me hacen toser, escupo la saliva acumulada en mi garganta durante la noche y un viscoso líquido marrón, seguramente nicotina, se desliza por la curva pared del inodoro; pienso en la curvatura de la tierra, en la curvatura del tiempo, en la curvatura de la vida hacia su inexorable destino; pienso en todos nosotros. La puerta entreabierta del espejo del botiquín me insulta a la distancia muda de un reflejo con la expresión de una cara deprimida, derrotada, que si bien reconozco de inmediato, me molesta ¿Cómo llegué a esto? ¿Cuándo ha comenzado? El pis forma círculos concéntricos.
Empecé distanciándome de la ropa, dejé que los colores se enfrentaran en lugar de complementarlos: un pañuelo roto, cumple tan bien su función como uno sano.
Noté, primero horrorizado; sorprendido e indiferente, después, que cambiarme el calzoncillo cada 3 o 4 días no influía en la marcha del mundo. Me atreví a salir a la puerta con el pantalón roto, a atender al sifonero y hasta a pasear los perros por la cuadra (de noche).
Al salir del baño me engancho la camisa en el picaporte, el tirón me irrita, tiro fuerte para destrabarla, pero no sólo no se desprende sino que se rompe. Soy un chiquilín enfurecido que patea la puerta
¿Por qué, por qué?, me pregunto confundido mientras me zumban los oídos y me tiembla la mandíbula, igual que a un boxeador a punto del KO. ¿Será por estas reacciones que los vecinos comenzaron a esquivarme? Me veo a mí mismo saludándolos muy amable instantes después, putearlos por lo bajo. Una reacción impensada o pensada por mi sub o in conciente, quién sabe desde cuando, hace eclosión. Apuro el paso, vuelvo al baño para afeitarme: ideas, sentimientos, afirmaciones, conclusiones, juramentos, deseos, corren cuan bestias desde el corazón al cerebro en un ir y venir frenético a través del hilo de plata que, sutil, une lo que por norma se enfrenta. Busco una camisa limpia, le paso un trapo a los zapatos y me peino con un peine al que le faltan catorce dientes. Quiero ser aquel (según mi cabeza), quiero ser igual a todos (según me pide el corazón).
La mañana es insoportablemente luminosa.
Frotando la lámpara de los recuerdos camino las seis cuadras que me separan del bar, bisagra de cada día y de la que dependo. Los jóvenes que preparan su fin de semana con expectativas y entusiasmo, yo también espero algo diferente; pero a veces, sólo a veces, vuelvo a la noche, a mi casa con una efímera esperanza o una insignificante alegría, que se disipa muy pronto. Mientras recorro esas calles sin árboles, escuchando histéricas bocinas y soportando la inveterada costumbre argentina de no respetar los semáforos (ni nada), pienso en lo que realmente me molesta: ¿el desaliño, el malhumor, el desaliento? No. Es la edad.
Ahora las personas y las cosas pasan demasiado rápido a mí alrededor para compartir una historia; por eso añoro la sorpresa que provoca una experiencia y que hoy se convierte en simple reacción de las horas vividas.
De golpe siento que me estoy despidiendo. Eso es lo que me molesta. Ir quedando afuera. Irse. Siento que seres extraños -y en muchos casos desagradables- me arrebatan el protagonismo: ellos comienzan a escribir la historia obligándome a sufrirla o a gozarla, pero desde el lugar de los espectadores.
Me parece repugnante que personas que no viajaron en tranvía, que no tienen cicatrices de potrero, que no se angustiaron por la disolución de Los Beatles, que no se enteraron de la muerte del Che Guevara, que no estuvieron pendientes de la Guerra de los Seis Días, digo: cómo esas personas pueden hacerse cargo de mi futuro. Ellos van y vienen por el laberinto del tiempo que da forma a la historia, yo voy saliendo...
Llego al bar. Me siento en la mesa de siempre, cumpliendo con el rito estúpido de la territorialidad. La camarera me trae el café y el diario, y se inclina hacia mí. Cuando entreveo por su escote esos pechos abundantes, generosos, ceñidos por el sostén y pugnando por escapar de su encierro, pienso: ¿acaso no somos todos prisioneros de algo? La moza mira como le miro las tetas.
- Creo que merecen la libertad –le digo- y todos quisiéramos ser San Martín.
Me devuelve una sonrisa entre molesta y confundida, y se va. El café y el cigarrillo comienzan a agredir mis entrañas hojeo el diario. Las miserias y traiciones de siempre; nada nuevo y, sin embargo, todos los días leerlo para olvidarlo a los diez minutos.
El humo en un ojo me hace lagrimear, cuando dejo de frotarlo Pepito está sentado a mi mesa, ha llegado: silencioso y repentino. Miro su mueca, mostrando unos dientes blancos, brillosos, perfectos lo imagino reptando o acurrucado en un rincón para saltar de improviso a la mesa de alguien ¿por qué se presenta siempre de este modo?
“Sos una puta víbora”, pienso.
- Qué haces Pepito –digo.
- Qué raro vos a esta hora por acá - dice.
No contesto
- ¿Qué te parece esta hermosa mañana?
- Una mierda. Adiós, Pepe
Me dirijo al diario. Una auto-bomba pasa lento por culpa de los autos mal estacionados, haciendo gemir la sirena.
- ¡Qué tal, queridos cagatintas!
- Llegaste justo, se incendió la casa de la viuda de López, ¿por que no cubrís la nota?
- Sea, voy para allá, ¿dónde es?
Cuando caigo, el humo se desparrama por entre los restos de lo que fue una modesta vivienda. El agua envuelve el elástico metálico de la cama que centellea triunfal su victoria contra el fuego, esa puerta volcada que, malherida, aún resiste y montones de cacharros, restos de ropa, curiosos y bomberos. Es lo que hay. Queda muy poco y sin embargo, pronto, días a lo más, el tiempo se encargará de ese poco hasta no dejar nada. Al costado, ni cerca ni lejos del fuego, una mujer de tal vez cuarenta, gastadísimos, años, con los ojos abiertos más allá de lo razonable, mira y remira los restos. Su mirada salta de y se detiene cada vez que uno se extingue para siempre. No está loca: sus ojos tratan de capturar todos los recuerdos que también se volatilizan con las llamas. Sé que era la dueña.
Al lado mío un pibe juega al bombero escupiendo un tizón.
- Nene ¿sabes dónde queda el diario? pregunto.
- Sí.
- Andá rápido y decíle a Rubén que necesito la cámara. Tomá dos pesos.
- No, gracias, voy en la bici.
- Gratis nada, los favores guardálos para cuando no haya más remedio; ahora sos mi ayudante, este es tu sueldo y recordá siempre: hacer todo por plata porque es en lo único en que se puede confiar. Si la tenés, vas a ser alguien; si te falta, perdiste. Andá, desaparecé.
Mientras el drama se desarrollaba, yo, como un chef frente a su plato, eligo los ingredientes necesarios para una buena foto: mido la luz a través de ojo entrenado, busco el ángulo de toma, elijo y desecho. De chef paso a buitre, de buitre a profesional.
El pibe llega con la cámara. Me acerco a la mujer desde la dirección calculada de antemano. Al pasar, corro a dos personas que me molestarían en la toma y que tratan de consolarla. Esta rígida, crispada, hace un gran esfuerzo por no llorar. Con la misma frialdad con que preparo la distancia focal, la velocidad y el diafragma, la miro fijo unos segundos para que repare en mí, se apoye en mí y, cuando me doy cuenta de que se afloja, se va entregando, pregunto:
- ¿Se ha quedado sin nada verdad? Sola y sin nada.
El grito es desgarrador. Mientras sus ojos se cierran, su boca se abre muy grande igual ellos unos segundos antes. Levanto la cámara y disparo: 3, 4, 5 veces.
- Disculpe, lo siento tanto.
Doy media vuelta y me alejo. Murmullos de indignación me rodean. Recordé a los lapones matando focas, metódicos, sordos a los gritos, a la sangre, inmunes a tanta crueldad.
Vuelvo a la redacción a escribir la crónica. El pibe de la bici esta allí, contando avisos publicitarios
- A mear al bar que tengo que revelar-advierto.
- Ahí va la comadreja a su guarida -bromea un cagatintas.
El baño es mi cuarto oscuro, el botiquín guarda los químicos y la lámpara colorada recuerda los cabarets de mala muerte. Es verdad que me gusta la oscuridad, vivo entrando a lugares oscuros: al cine, al dormitorio, al laboratorio. ¿Entro o, a veces, salgo a la luz?
Revelo el negativo según mi estilo (alto contraste) y me siento satisfecho: la desolación de aquella mujer ya está fijada (y no solo en la foto)
- Nene, alcanzá estos negativos al laboratorio de acá a la vuelta y que hagan dos copias 13 x 18, y decíles que si los rayan, los mato.
El pibe se queda mirándome, sonríe.
- Y, ¿que esperas?
- Los favores, solo cuando no hay más remedio.
Y estira el brazo derecho con la mano abierta.
- ¡Joder!, ya le pudrió la cabeza.
Me siento frente a la máquina de escribir, pongo una hoja sin carbónico (odio escribir con copia, siento que estoy dejando pruebas de algún delito).
El chico sigue allí. Lo miro. Con el dedo índice me acerco los pelos del bigote a la boca y los muerdo, mostrando los dientes. Mi gesto parece intimidarlo, ya no sonríe.
- Hay un refrán: “No avives giles que después se te hacen contra”, ¿entendés? -le grito-. Hoy te di dos consejos, a 2 pesos cada uno y, descontando el mandado, me debes 2; así que tráeme un paquete de Marlboro box y los cuarenta centavos de vuelto.
- No tengo - dice sollozando.
- Jodete, pero conseguílos.
Y me pongo a escribir.
- El jefe le acerca un billete de 10 pesos; no le hagas caso, está loco -y hace el gesto de cabecear un balón imaginario.
Agarra el billete y sale corriendo.
- Pero será posible -murmuro.
Todos creen que pienso en el chico.
No han pasado ni cuatro horas desde que me levanté y ya estoy lleno de nicotina, humo, cansado y de mal humor. Saco la hoja de un tirón.
- Acá tenés. Para esto sirvió el incendio. Me voy. Adiós.
Camino a mi casa. Paro en la pizzería y yo mismo me envuelvo una docena de empanadas frías.
Ya desde el límite de la zona de influencia de mis vecinos me pongo tenso: el primero que me sale al paso me sonríe: “¿ya te rendiste, tan pronto?”; el segundo me saluda con un “Buen día” (pero lo oigo murmurar“¡otra vez los ladridos!”)
A medida que me acerco a mi casa yo siento que las sonrisas burlonas se multiplican.
El sol me calienta la cabeza, apuro el paso, recorro la última cuadra casi corriendo en la terraza, asomados a la baranda los perros me dan la bienvenida a grito pelado rompiendo la monotonía de ruidos propios de calle de barrio. Entro, me saltan encima, los acaricio en forma diferenciada y les reparto las empanadas.
Al verlos gruñir defendiendo cada cual su porción, digo: somos una gran familia.
De pronto me siento muy cansado sacudo los pelos de la cama, bajo las persianas corro las cortinas me acuesto. No puedo dejar de pensar en el pibe y en los dueños del futuro: ¿Qué tendrán preparado par mí? Me voy quedando dormido un poco estremecido.
Afuera, la mañana sigue siendo endiabladamente luminosa.
Medio borracho de sueño voy al baño, el polvo y el pelo de los perros me hacen toser, escupo la saliva acumulada en mi garganta durante la noche y un viscoso líquido marrón, seguramente nicotina, se desliza por la curva pared del inodoro; pienso en la curvatura de la tierra, en la curvatura del tiempo, en la curvatura de la vida hacia su inexorable destino; pienso en todos nosotros. La puerta entreabierta del espejo del botiquín me insulta a la distancia muda de un reflejo con la expresión de una cara deprimida, derrotada, que si bien reconozco de inmediato, me molesta ¿Cómo llegué a esto? ¿Cuándo ha comenzado? El pis forma círculos concéntricos.
Empecé distanciándome de la ropa, dejé que los colores se enfrentaran en lugar de complementarlos: un pañuelo roto, cumple tan bien su función como uno sano.
Noté, primero horrorizado; sorprendido e indiferente, después, que cambiarme el calzoncillo cada 3 o 4 días no influía en la marcha del mundo. Me atreví a salir a la puerta con el pantalón roto, a atender al sifonero y hasta a pasear los perros por la cuadra (de noche).
Al salir del baño me engancho la camisa en el picaporte, el tirón me irrita, tiro fuerte para destrabarla, pero no sólo no se desprende sino que se rompe. Soy un chiquilín enfurecido que patea la puerta
¿Por qué, por qué?, me pregunto confundido mientras me zumban los oídos y me tiembla la mandíbula, igual que a un boxeador a punto del KO. ¿Será por estas reacciones que los vecinos comenzaron a esquivarme? Me veo a mí mismo saludándolos muy amable instantes después, putearlos por lo bajo. Una reacción impensada o pensada por mi sub o in conciente, quién sabe desde cuando, hace eclosión. Apuro el paso, vuelvo al baño para afeitarme: ideas, sentimientos, afirmaciones, conclusiones, juramentos, deseos, corren cuan bestias desde el corazón al cerebro en un ir y venir frenético a través del hilo de plata que, sutil, une lo que por norma se enfrenta. Busco una camisa limpia, le paso un trapo a los zapatos y me peino con un peine al que le faltan catorce dientes. Quiero ser aquel (según mi cabeza), quiero ser igual a todos (según me pide el corazón).
La mañana es insoportablemente luminosa.
Frotando la lámpara de los recuerdos camino las seis cuadras que me separan del bar, bisagra de cada día y de la que dependo. Los jóvenes que preparan su fin de semana con expectativas y entusiasmo, yo también espero algo diferente; pero a veces, sólo a veces, vuelvo a la noche, a mi casa con una efímera esperanza o una insignificante alegría, que se disipa muy pronto. Mientras recorro esas calles sin árboles, escuchando histéricas bocinas y soportando la inveterada costumbre argentina de no respetar los semáforos (ni nada), pienso en lo que realmente me molesta: ¿el desaliño, el malhumor, el desaliento? No. Es la edad.
Ahora las personas y las cosas pasan demasiado rápido a mí alrededor para compartir una historia; por eso añoro la sorpresa que provoca una experiencia y que hoy se convierte en simple reacción de las horas vividas.
De golpe siento que me estoy despidiendo. Eso es lo que me molesta. Ir quedando afuera. Irse. Siento que seres extraños -y en muchos casos desagradables- me arrebatan el protagonismo: ellos comienzan a escribir la historia obligándome a sufrirla o a gozarla, pero desde el lugar de los espectadores.
Me parece repugnante que personas que no viajaron en tranvía, que no tienen cicatrices de potrero, que no se angustiaron por la disolución de Los Beatles, que no se enteraron de la muerte del Che Guevara, que no estuvieron pendientes de la Guerra de los Seis Días, digo: cómo esas personas pueden hacerse cargo de mi futuro. Ellos van y vienen por el laberinto del tiempo que da forma a la historia, yo voy saliendo...
Llego al bar. Me siento en la mesa de siempre, cumpliendo con el rito estúpido de la territorialidad. La camarera me trae el café y el diario, y se inclina hacia mí. Cuando entreveo por su escote esos pechos abundantes, generosos, ceñidos por el sostén y pugnando por escapar de su encierro, pienso: ¿acaso no somos todos prisioneros de algo? La moza mira como le miro las tetas.
- Creo que merecen la libertad –le digo- y todos quisiéramos ser San Martín.
Me devuelve una sonrisa entre molesta y confundida, y se va. El café y el cigarrillo comienzan a agredir mis entrañas hojeo el diario. Las miserias y traiciones de siempre; nada nuevo y, sin embargo, todos los días leerlo para olvidarlo a los diez minutos.
El humo en un ojo me hace lagrimear, cuando dejo de frotarlo Pepito está sentado a mi mesa, ha llegado: silencioso y repentino. Miro su mueca, mostrando unos dientes blancos, brillosos, perfectos lo imagino reptando o acurrucado en un rincón para saltar de improviso a la mesa de alguien ¿por qué se presenta siempre de este modo?
“Sos una puta víbora”, pienso.
- Qué haces Pepito –digo.
- Qué raro vos a esta hora por acá - dice.
No contesto
- ¿Qué te parece esta hermosa mañana?
- Una mierda. Adiós, Pepe
Me dirijo al diario. Una auto-bomba pasa lento por culpa de los autos mal estacionados, haciendo gemir la sirena.
- ¡Qué tal, queridos cagatintas!
- Llegaste justo, se incendió la casa de la viuda de López, ¿por que no cubrís la nota?
- Sea, voy para allá, ¿dónde es?
Cuando caigo, el humo se desparrama por entre los restos de lo que fue una modesta vivienda. El agua envuelve el elástico metálico de la cama que centellea triunfal su victoria contra el fuego, esa puerta volcada que, malherida, aún resiste y montones de cacharros, restos de ropa, curiosos y bomberos. Es lo que hay. Queda muy poco y sin embargo, pronto, días a lo más, el tiempo se encargará de ese poco hasta no dejar nada. Al costado, ni cerca ni lejos del fuego, una mujer de tal vez cuarenta, gastadísimos, años, con los ojos abiertos más allá de lo razonable, mira y remira los restos. Su mirada salta de y se detiene cada vez que uno se extingue para siempre. No está loca: sus ojos tratan de capturar todos los recuerdos que también se volatilizan con las llamas. Sé que era la dueña.
Al lado mío un pibe juega al bombero escupiendo un tizón.
- Nene ¿sabes dónde queda el diario? pregunto.
- Sí.
- Andá rápido y decíle a Rubén que necesito la cámara. Tomá dos pesos.
- No, gracias, voy en la bici.
- Gratis nada, los favores guardálos para cuando no haya más remedio; ahora sos mi ayudante, este es tu sueldo y recordá siempre: hacer todo por plata porque es en lo único en que se puede confiar. Si la tenés, vas a ser alguien; si te falta, perdiste. Andá, desaparecé.
Mientras el drama se desarrollaba, yo, como un chef frente a su plato, eligo los ingredientes necesarios para una buena foto: mido la luz a través de ojo entrenado, busco el ángulo de toma, elijo y desecho. De chef paso a buitre, de buitre a profesional.
El pibe llega con la cámara. Me acerco a la mujer desde la dirección calculada de antemano. Al pasar, corro a dos personas que me molestarían en la toma y que tratan de consolarla. Esta rígida, crispada, hace un gran esfuerzo por no llorar. Con la misma frialdad con que preparo la distancia focal, la velocidad y el diafragma, la miro fijo unos segundos para que repare en mí, se apoye en mí y, cuando me doy cuenta de que se afloja, se va entregando, pregunto:
- ¿Se ha quedado sin nada verdad? Sola y sin nada.
El grito es desgarrador. Mientras sus ojos se cierran, su boca se abre muy grande igual ellos unos segundos antes. Levanto la cámara y disparo: 3, 4, 5 veces.
- Disculpe, lo siento tanto.
Doy media vuelta y me alejo. Murmullos de indignación me rodean. Recordé a los lapones matando focas, metódicos, sordos a los gritos, a la sangre, inmunes a tanta crueldad.
Vuelvo a la redacción a escribir la crónica. El pibe de la bici esta allí, contando avisos publicitarios
- A mear al bar que tengo que revelar-advierto.
- Ahí va la comadreja a su guarida -bromea un cagatintas.
El baño es mi cuarto oscuro, el botiquín guarda los químicos y la lámpara colorada recuerda los cabarets de mala muerte. Es verdad que me gusta la oscuridad, vivo entrando a lugares oscuros: al cine, al dormitorio, al laboratorio. ¿Entro o, a veces, salgo a la luz?
Revelo el negativo según mi estilo (alto contraste) y me siento satisfecho: la desolación de aquella mujer ya está fijada (y no solo en la foto)
- Nene, alcanzá estos negativos al laboratorio de acá a la vuelta y que hagan dos copias 13 x 18, y decíles que si los rayan, los mato.
El pibe se queda mirándome, sonríe.
- Y, ¿que esperas?
- Los favores, solo cuando no hay más remedio.
Y estira el brazo derecho con la mano abierta.
- ¡Joder!, ya le pudrió la cabeza.
Me siento frente a la máquina de escribir, pongo una hoja sin carbónico (odio escribir con copia, siento que estoy dejando pruebas de algún delito).
El chico sigue allí. Lo miro. Con el dedo índice me acerco los pelos del bigote a la boca y los muerdo, mostrando los dientes. Mi gesto parece intimidarlo, ya no sonríe.
- Hay un refrán: “No avives giles que después se te hacen contra”, ¿entendés? -le grito-. Hoy te di dos consejos, a 2 pesos cada uno y, descontando el mandado, me debes 2; así que tráeme un paquete de Marlboro box y los cuarenta centavos de vuelto.
- No tengo - dice sollozando.
- Jodete, pero conseguílos.
Y me pongo a escribir.
- El jefe le acerca un billete de 10 pesos; no le hagas caso, está loco -y hace el gesto de cabecear un balón imaginario.
Agarra el billete y sale corriendo.
- Pero será posible -murmuro.
Todos creen que pienso en el chico.
No han pasado ni cuatro horas desde que me levanté y ya estoy lleno de nicotina, humo, cansado y de mal humor. Saco la hoja de un tirón.
- Acá tenés. Para esto sirvió el incendio. Me voy. Adiós.
Camino a mi casa. Paro en la pizzería y yo mismo me envuelvo una docena de empanadas frías.
Ya desde el límite de la zona de influencia de mis vecinos me pongo tenso: el primero que me sale al paso me sonríe: “¿ya te rendiste, tan pronto?”; el segundo me saluda con un “Buen día” (pero lo oigo murmurar“¡otra vez los ladridos!”)
A medida que me acerco a mi casa yo siento que las sonrisas burlonas se multiplican.
El sol me calienta la cabeza, apuro el paso, recorro la última cuadra casi corriendo en la terraza, asomados a la baranda los perros me dan la bienvenida a grito pelado rompiendo la monotonía de ruidos propios de calle de barrio. Entro, me saltan encima, los acaricio en forma diferenciada y les reparto las empanadas.
Al verlos gruñir defendiendo cada cual su porción, digo: somos una gran familia.
De pronto me siento muy cansado sacudo los pelos de la cama, bajo las persianas corro las cortinas me acuesto. No puedo dejar de pensar en el pibe y en los dueños del futuro: ¿Qué tendrán preparado par mí? Me voy quedando dormido un poco estremecido.
Afuera, la mañana sigue siendo endiabladamente luminosa.