desde antes de concebirte…
Una diosa de piel canela y sonrisa dulce
planeó tu presencia.
Pero no nacerías, nadie te llamaría hijo…
Antes de ser, caerías.
Dictaban las profecías…
Pero el destino no está escrito.
Dos cuerpos secos, fríos, pálidos,
atados por la cuerda del dolor añejo
de mil años de muerte y suplicio.
Unidos por la ardiente pasión
y el desenfreno de una epifanía
que llegaría tarde
en una noche de luna azabache…
Y ya serías…
¡y nadie podría negarlo!
Desafiando todos las funestos augurios…
Creciste en el vientre de una hembra
que no era mujer, ni era vida.
La sangre era tu alimento,
y un vacío hosco y helado calaba tus huesos,
ahí, donde debía hallarse
un alma materna…
Una noche de tormenta inclemente,
el infierno esparció ríos de fuego
bramando rabioso,
apreciando su fin inminente…
Presagiando tu alumbramiento.
Y aquella mujer, que no era mujer,
con su cuerpo seco y sin vida,
enloquecida por un amor
que no entendía,
-el amor de tu alma-
inmoló su existencia.
La estaca directa al corazón
la convirtió en polvo…
Y el polvo se lo llevó el viento.
Y quedaste tú.
Y tu luz alumbró el mundo entero.
Quedaste tú, ángel justiciero.
Tu alma tierna venció el destino.
La bondad ha vencido.