Lo conocía desde hace mucho tiempo. No recuerdo cuánto. Había aprendido a amarle, pero él a mí no. No quería que mi amor por él terminara nunca. Quería vivir con él de los mejores momentos que sabía que quedaban aún por venir. Íbamos poco a poco. Atreviéndonos paso a paso. No mirábamos para atrás, ya que nos encontrábamos estáticos. No necesitábamos a nadie que nos salvara. Nos amábamos al igual que nos odiábamos. Al fin y al cabo, éramos amantes. No hablábamos de camellos ni de gángsteres, ni de vendedores de carne. Y la vida pasaba sin ocurrir nada, nada que nos uniera más de lo que estábamos. O al menos eso pensaba yo.
Los dos vivíamos por y para la literatura, la música y la poesía. Éramos unos bohemios perdidos en Madrid, nuestro Madrid. No vivíamos en la Gran Vía, ni en la Latina, ni en Vallecas, ni en Chamberí. Nos gustaba ir de barrio en barrio, conociendo gente nueva, y viviendo la vida como hippies. A él le gustaba Lorca, a mí me gustaba Bécquer. A él le gustaba Renoir, a mí me gustaba Picasso. A él le gustaba Joaquín Sabina, a mí Silvio Rodríguez. Muchas veces me decía que el amor no existía, y que si existía solo podía durar poco tiempo. Muchas veces me repetía la misma frase cuando le hablaba de amores que matan o dulzura enjaulada en un desierto de mariposas: “Es tan corto el amor y tan largo el olvido”. Muchas veces me daba a entender que procuraba no enamorarse. Yo lo entendía. No quería sufrir una vez se termina todo. A veces me reprochaba el que leyera a Bécquer, y hacía bromas grotescas. Pero yo me reía, porque era él y nadie más quien las hacía. Llevaba siempre un calendario de bolsillo. Todos los días marcaba el día que terminaba antes de acostarse en una casilla del calendario, y justo al lado un verso, y todas las noches me lo recitaba. A veces solo eran trocitos de canciones; “¿Quién me ha robado el mes de abril? ¿Cómo pudo sucederme a mí? ¿Quién me ha robado el mes de abril? Lo guardaba en el cajón, donde guardo el corazón.”. Otras veces, eran versos de algunos poemas; “Mi cuerpo ¿dónde está? Me duele solo el alma. Nada grave.”. Y otras, eran versos que él mismo componía: “Ante el espejo, el reflejo, todo fiel, ondea al besarlo”. Cada verso tenía que ver con el día que había vivido. Ninguna noche había dejado de escribir algo, lo que fuera. Lo que sí sabía yo, es que con la medida en que pasaban los días, me iba enamorando más y más.
Mientras tanto, seguíamos viviendo la vida. Íbamos por los bares, conciertos. Hacíamos amigos, escribíamos poesía y nos alimentábamos de nuestras propias palabras.
Un día, conocimos a cierta mujer y su novio en San Antón, -aquel sitio donde hay más bares que en toda Noruega-. Nos sentamos en una mesa con unas cuantas cervezas sobre la mesa. Reímos y hablamos. Judith caía bien. Carmelo no tanto. Era un poco egocéntrico, en cambio Judith era una mujer muy expresiva, que con solo mirarla, sabías en qué pensaba. Quise hablarle sobre la relación que mantenía con mi compañero de viaje. Y así hice. Nada me lo impuso. Le conté mi vida con él, y cómo yo deseaba algo más, no solo un amor ido, sin motivo alguno. Judith me recomendó que le demostrara todos mis sentimientos. Una vez dicho esto, ella me contó su relación con Carmelo, que no les iba tan bien como se podía pensar a primera vista. Aquella noche decidí entonces, mostrarle lo que pensaba. Y sin miramientos, esperé a que me recitara el verso de cada noche.
Y era el siguiente: “Vivo en el Número 7 de la Calle Melancolía. Hace años que quiero mudarme, al Barrio de la Alegría. Pero siempre que lo intento ha salido ya el tranvía. En la escalera me siento, a escuchar mi melodía.”
Entonces, sin esperar a que me dijera el “¿Qué te parece?” cotidiano, pasé a decirle lo que quería decirle desde hace tiempo.
“El amor que sembramos cada día, es más amargo con el paso del tiempo. Parece que una tortuga nos anime a correr o que un verdugo nos pida socorro. Lo único que sé es que cada beso que nos damos es más frío y crudo. Que mis piernas parece que ya no quieran mantenerme en pie. Me hablas de melancolía, de que el amor y la vida son crueles. Pero ni tú ni yo intentamos nada. ¡Te quiero! Deseo que estés conmigo, no con un papel en blanco esperando a que sea escrito. Quiero que me dejes pasar por tus ojos de gato y descubrir todos esos secretos que ocultas. Deseo estar contigo. Pero no sé por qué me reniegas. Desde hace años que compartimos el mismo lecho, y tú ni siquiera me acaricias. Parece que me odias. No sé por qué. Dime Por Qué. ¿Por qué me odias? No ves que te amo. Que te necesito. ¿POR QUÉ?”
Hubo un tiempo de silencio. Me miraba con unos ojos tristes, pero a la vez furiosos. Articuló, y en un susurro, me dijo:
¿Y por qué Baudelaire?
¿Y por qué Bécquer?
¿Y por qué Espronceda?
¿Y por qué Picasso?
¿Y por qué Magritte?
¿Y por qué la bohemia?
¿Y por qué las vanguardias?
¿Y por qué los años 30?
¿Y por qué el Padrino?
Y entonces, acercó sus labios a los míos, y me besó profundamente. Ese beso fue eterno. Ojalá hubiera durado toda la eternidad. Entonces, besó mi hombro, mi cuello, hasta llegar a mi oreja y decirme en un susurro:
“Lo siento Natalia. Lo siento de veras. Hace días que quiero decírtelo, y por eso estoy tan distante. Pero…”
Lo que me dijo a continuación, hizo que me desmayara. El mundo me pisaba. Noté un sudor frío en la frente, y después toda oscuridad.
Al despertar, él se había ido. Ya no estaba allí. Lo único que quedaba de él era un libro, una fotografía de un cuadro y un CD de música. El libro era “Bodas de Sangre” de Federico García Lorca, su preferido. La fotografía era un cuadro de Renoir, el cual cada vez que lo veía le hacía llorar. Y el CD era uno de Joaquín Sabina. Dejó tres trocitos de sí mismo desperdigados por la habitación. El Sol entraba por la ventana como un ladrón insolente. Y lo único que sabía es que nunca le volvería a ver.