Hoy, como nunca... o como siempre, quisiera ya estar muerto.
Salirme de esta debilidad fatigosa y pesadez enigmática de éste, mi cuerpo, que por alguna extraña y justa razón me ha tocado. Entremezclarme en la brisa de un invierno polar y anclar mi inexistencia en el fondo de un mar profundo. Convertirme en roca, y allí, cubrirme de arena hasta lograr asesinar esta sensación de muerte, que nace en mi desde que tengo memoria.
Sé que llegará el día en el que el sopor le gane a la vida y no está bien que así sea.
Sé que no tengo otra salida más que aceptar que nací muerto y para morir de continuo.
En mi desvalido optimismo cada noche retumba el mismo pregonar, “nada puede ser peor que hoy” para luego, al amanecer, notar la disminución de oxígeno...
La humedad tibia del ambiente, viciada de un moho percibida solo por mis finos sentidos se aloja en los poros de mis huesos. Un frío sudor en mi cuero cabelludo anuncia que otra noche afiebrada hizo lo suyo.
El bramido de mis bronquios hoy celebra una melodía más estridente, más aguda. Acompañando la angustia de saberme existiendo, moribundo, tieso en la soledad de mi alcoba. Con apenas fuerzas para levantar mis párpados y comprobar que aún estoy aquí, mientras la oscuridad arrebata mis pensamientos e inunda mi vista, logrando potenciar el resto de mí... Cadavérica imagen a la que rehuyen los ojos de quienes piensan: “lo correcto sería despedirnos”.
La noche en vigilia esta vez la componen rostros en congoja en torno de mi cama.
Rostros que desconozco, en complejas apariencias de una tristeza ridícula, e incluso he logrado palpar alguna lágrima entre los lamentos fingidos por una desgracia, que solo debiera ser mía.
“ Acaso, ¿dónde estaban cuando en verdad les necesité?” Intento preguntarles entre delirios de fiebre extrema. Pero mi debilidad es mayúscula y apenas si puedo imaginar sus rostros.
Se acerca un letrado intentando tapar con una mueca una sonrisa socarrona y en el movimientos de sus labios alcanzo a leer “al fin te mueres hijo de mil puttas”. Mientras coloca en mis manos una pluma, mira fijamente a quienes me rodeaban, vuelve su mirada a mí y ordena, “debes firmar este documento”. Al tiempo que sujeta mi mano obligando realizar unos garabatos, se oye en voz baja, “nosotros los testigos...”.
De inmediato salen de la habitación, desconociendo todos ellos que mi presente es circunstancial, algo momentáneo, no podrían imaginar en aquel momento que estaba bajo los efectos de una gran poción.
“Bebe esto”, me había dicho días antes una extraña mujer de mirada dulce, “luego conocerás a tus amigos... (sin las máscaras que los envuelven)... Pero antes reconocerás sin tapujos lo que el futuro te depara...” y continuaba hablando aunque no lograba entender lo que decía.
Es todo lo que recuerdo de mi pasado.
Después de aquel incidente desperté en esta isla deshabitada, silenciosa, de muros blancos y mullidos.
Por las noches, no siempre me sucede, pero algunas noches escucho las voces de aquellas personas que me rodeaban como si el sonido viniese de un lugar cercano. Cuando comienzo a escucharlos con mayor claridad, es cuando vuelvo a ver que se acerca aquella extraña mujer. Mujer que me sonríe con ternura, mientras inyecta en mi cuerpo algo espectral, gélido, letárgico...
(Gabriel 17-02-2014)
Salirme de esta debilidad fatigosa y pesadez enigmática de éste, mi cuerpo, que por alguna extraña y justa razón me ha tocado. Entremezclarme en la brisa de un invierno polar y anclar mi inexistencia en el fondo de un mar profundo. Convertirme en roca, y allí, cubrirme de arena hasta lograr asesinar esta sensación de muerte, que nace en mi desde que tengo memoria.
Sé que llegará el día en el que el sopor le gane a la vida y no está bien que así sea.
Sé que no tengo otra salida más que aceptar que nací muerto y para morir de continuo.
En mi desvalido optimismo cada noche retumba el mismo pregonar, “nada puede ser peor que hoy” para luego, al amanecer, notar la disminución de oxígeno...
La humedad tibia del ambiente, viciada de un moho percibida solo por mis finos sentidos se aloja en los poros de mis huesos. Un frío sudor en mi cuero cabelludo anuncia que otra noche afiebrada hizo lo suyo.
El bramido de mis bronquios hoy celebra una melodía más estridente, más aguda. Acompañando la angustia de saberme existiendo, moribundo, tieso en la soledad de mi alcoba. Con apenas fuerzas para levantar mis párpados y comprobar que aún estoy aquí, mientras la oscuridad arrebata mis pensamientos e inunda mi vista, logrando potenciar el resto de mí... Cadavérica imagen a la que rehuyen los ojos de quienes piensan: “lo correcto sería despedirnos”.
La noche en vigilia esta vez la componen rostros en congoja en torno de mi cama.
Rostros que desconozco, en complejas apariencias de una tristeza ridícula, e incluso he logrado palpar alguna lágrima entre los lamentos fingidos por una desgracia, que solo debiera ser mía.
“ Acaso, ¿dónde estaban cuando en verdad les necesité?” Intento preguntarles entre delirios de fiebre extrema. Pero mi debilidad es mayúscula y apenas si puedo imaginar sus rostros.
Se acerca un letrado intentando tapar con una mueca una sonrisa socarrona y en el movimientos de sus labios alcanzo a leer “al fin te mueres hijo de mil puttas”. Mientras coloca en mis manos una pluma, mira fijamente a quienes me rodeaban, vuelve su mirada a mí y ordena, “debes firmar este documento”. Al tiempo que sujeta mi mano obligando realizar unos garabatos, se oye en voz baja, “nosotros los testigos...”.
De inmediato salen de la habitación, desconociendo todos ellos que mi presente es circunstancial, algo momentáneo, no podrían imaginar en aquel momento que estaba bajo los efectos de una gran poción.
“Bebe esto”, me había dicho días antes una extraña mujer de mirada dulce, “luego conocerás a tus amigos... (sin las máscaras que los envuelven)... Pero antes reconocerás sin tapujos lo que el futuro te depara...” y continuaba hablando aunque no lograba entender lo que decía.
Es todo lo que recuerdo de mi pasado.
Después de aquel incidente desperté en esta isla deshabitada, silenciosa, de muros blancos y mullidos.
Por las noches, no siempre me sucede, pero algunas noches escucho las voces de aquellas personas que me rodeaban como si el sonido viniese de un lugar cercano. Cuando comienzo a escucharlos con mayor claridad, es cuando vuelvo a ver que se acerca aquella extraña mujer. Mujer que me sonríe con ternura, mientras inyecta en mi cuerpo algo espectral, gélido, letárgico...
(Gabriel 17-02-2014)