Miró su reloj al azar, eran las seis de la tarde y ella ya debía haber llegado. Lo extraño es que Amelia no era impuntual. No es que fuera alguna virtud que él apreciara en alguien, era solo un dato más de la realidad, estaba acostumbrado a hacerse una composición de lugar sobre los demás. Tenía esa manía, estudiar la forma de caminar, Como eso de mirar profundamente a los ojos del otro. Decía que era la mejor manera de saber con quien uno trata. Mientras tanto los minutos pasaban. La calle era algo ajeno a su vida en ese instante.
Dos años atrás había conocido a Amelia, él era jefe de redacción de una revista que tenía una entrada profunda en la sociedad, en “esta puta sociedad argentina” solía decir cuando el asco lo dominaba. –Argentina era un país diferente, extrañamente distinto, en otros cuando hay un problema le buscan siempre una solución, aquí en cambio cuando aparece la solución se le busca el problema. Argentina es demencial y por eso se puede hacer buenos negocios, como por ejemplo vender humo, la gente compra. Así había trepado hasta llegar a jefe de redacción y estaba seguro que podía escalar tan alto como quisiera. Todo decía se puede comprar y vender, comisarios, abogados, turras teñidas de amarillo, profesores, médicos y principalmente políticos. Nunca se preguntó que era lo que en realidad quería, lo que fuera, lo que los demás envidiaran principalmente. Infaltable su “Ronson” sus zapatos en López Taibo, le gustaba coleccionar cosas. Tal vez por eso también coleccionaba mujeres, pero con Amelia todo fue diferente.
La había conocido una mañana de invierno, andaba buscando alguien diferente para la revista, alguien que investigara a fondo y que tuviera mucha reserva. Tenía pegado a un tipo del gobierno en un chanchullo y quería alguien bueno de verdad. La vio y fue como un estruendo en su cabeza, ojos de maravilla y llenos de picardía. Era una piba de Avellaneda, mal casada con un nene de mamá, dependiente y díscolo. Conversaron mucho, en la oficina y luego en el bar de Rodolfo, uno de esos bares de San Cristóbal que guardan en sus paredes las fotos de tangueros y futbolistas. El currículum de la piba hablaba por si misma, un historial de notas policiales, era inquisidora, astuta y que no parecía conocer la palabra límite. Venía de una familia trabajadora y de conceptos morales fuertes. La conoció a fondo, como nunca antes había conocido a alguien. Le prometió como siempre lo hacía en estos casos llegar a la cima, le fue metiendo de a poco el caramelo en la boca sobre cosas como la fama y el poder. Vio como le brillaban los ojitos dulces a la fulana. Fue un tiempo de complicidad y pasiones desbordadas, sin darse cuenta casi fue enhebrando un entramado de culpas y traiciones. Le presentó gente que le abriría puertas, le enseñó el arte de la treta, a tipos que estaban dispuestos por poca guita a vender a cualquiera. Y lo que mayor dominaba: como estar bien con los unos y los otros, como hacer para pegar una pirueta y de golpe estar en el lado opuesto. Le enseñó a ser cínica y sobre todo el espíritu de la traición. La vida, decía, no era para ganar amigos, era para ganar mucha guita. Y le contó el proyecto minuciosamente, como para que no tuviese ninguna duda hasta donde debían llegar. Ella hizo una tarea excelente, tenía también sus influencias casi todas eran políticas auque mantenía eso de ser apolítica. Le tendría que haber hecho ruido eso alguna vez, pero no. Se cebó.
En poco tiempo tuvo todo lo que necesitaba bien documentado, videos, papeles, contratos y fotos del supuesto corrupto en cuestión. Una tarde citó a su oficina a un encumbrado ministro y le dijo muy suelto de cuerpo que si había un buen dinero todo lo que tenía sobre la mesa podía desaparecer en un segundo. Tan seguro estaba que la risa del tipo lo desubicó, -¿no me va a decir que no le interesa? – le dijo bajito. Le dieron el raje al poco rato, le contestaron que era una patraña, un invento. Que si quería se lo metiera muy despacito en donde él sabía.
Contrariado y enfermo de bronca la llamó. Amelia le repitió hasta el cansancio que las cosas eran como se las había contado, que lo estaban boludeando y que tuviera cuidado. Que ella había cumplido con todo el trabajo, ahora todo dependía de él. Desde ese día comenzaron a suceder cosas raras o él pensó que era así. Un extraño accidente con su coche, llamaban a la oficina y colgaban. Empezó a notar que lo seguían, creyó ver formas extrañas por las noches, se le complicó el sueño y ella casi no aparecía. Una mañana lo llamó el director y le dijo que lamentablemente se considerara despedido, que la baja calidad de las notas les estaba haciendo perder el mercado. Fue el preanuncio a un final anunciado.
Empezó a dejar de ir los fines de semana al casino, ya no quería andar solo por la ruta. Su vida cambió por completo. Se fue haciendo pedazos aquella seguridad de la que siempre alardeaba. Se refugió en el alcohol y los prostíbulos, fue cayendo despacio en la ruina, en la desatención y en el desaliño. Antes tan pituco y ahora era casi una piltrafa.
Desesperado había citado a Amelia esa tarde para que juntos como antes pudieran encontrar una salida, ella le dijo que si, que lo amaba y que no lo dejaría solo. Se puso feliz pensando que a lo mejor volverían a comenzar y que juntos podrían salir de ese laberinto en el que él supuso estaban los dos. Tontamente supuso. El amor a veces te vuelve idiota.
Pero no aparecía. La llamó y nada. Desesperado marcó el teléfono del “Tarta”, su mejor amigo, en realidad el único que tenía. Y le pregunto si la había visto, que habían quedado en encontrarse y no aparecía. Dando un suspiro el otro le contestó a regañadientes que si, que se la había cruzado en el Ministerio y le había llamado la atención por como lo miró en el pasillo, que la siguió y la vio entrar al despacho del Ministro y que llevaba un sobre enorme entre las manos.
Salió desesperado, subió a su auto y transpirando manejó entre las calles atestadas de autos. Llegó casi sin saberlo y bajó corriendo. Temiendo lo peor subió los dos pisos por la escalera.
Abrió la puerta con el corazón lleno de miedo, abrió la pequeña habitación del departamento, revolvió todo, buscó los documentos originales y nada. Lleno de odio y certidumbre se dijo –mi amigo no me mintió, perra traicionera- sacó de entre un López Taibo la pistola que tantas veces lo había salvado y lleno de odio subió de nuevo al auto y apuntó para Avellaneda, a la casa de Amelia, no le importaba nada, mataría al marido también. A pocas cuadras de su casa la vio. Caminaba ligero, se bajó del auto y la siguió sigilosamente. Cuando estuvo a tres metros la llamó por su nombre. Ella asustada se dio vuelta con una sonrisa. Ensayó una disculpa, le dijo con la voz quebrada que ella no tenía nada que ver, que le habían hecho una cama. Lleno de ira apuntó y tiró, vació la pistola en ella, mientras tiraba las lágrimas empezaron a surgir, repleto su rostro de ellas, empañada la visión por el martirio. La dejó allí en el enorme charco de sangre. La gente empezó a salir de sus casas, subió al auto descompuesto de resentimiento y se marchó rumbo a lo de “La Gallega” un puterío que había sido del caudillo más famoso de la zona, pidió un whisky y una piba, --cualquiera- dijo. Cerró la puerta y se lo oyó decir quedamente. ¡Pobre país, todo se compra!
Dos años atrás había conocido a Amelia, él era jefe de redacción de una revista que tenía una entrada profunda en la sociedad, en “esta puta sociedad argentina” solía decir cuando el asco lo dominaba. –Argentina era un país diferente, extrañamente distinto, en otros cuando hay un problema le buscan siempre una solución, aquí en cambio cuando aparece la solución se le busca el problema. Argentina es demencial y por eso se puede hacer buenos negocios, como por ejemplo vender humo, la gente compra. Así había trepado hasta llegar a jefe de redacción y estaba seguro que podía escalar tan alto como quisiera. Todo decía se puede comprar y vender, comisarios, abogados, turras teñidas de amarillo, profesores, médicos y principalmente políticos. Nunca se preguntó que era lo que en realidad quería, lo que fuera, lo que los demás envidiaran principalmente. Infaltable su “Ronson” sus zapatos en López Taibo, le gustaba coleccionar cosas. Tal vez por eso también coleccionaba mujeres, pero con Amelia todo fue diferente.
La había conocido una mañana de invierno, andaba buscando alguien diferente para la revista, alguien que investigara a fondo y que tuviera mucha reserva. Tenía pegado a un tipo del gobierno en un chanchullo y quería alguien bueno de verdad. La vio y fue como un estruendo en su cabeza, ojos de maravilla y llenos de picardía. Era una piba de Avellaneda, mal casada con un nene de mamá, dependiente y díscolo. Conversaron mucho, en la oficina y luego en el bar de Rodolfo, uno de esos bares de San Cristóbal que guardan en sus paredes las fotos de tangueros y futbolistas. El currículum de la piba hablaba por si misma, un historial de notas policiales, era inquisidora, astuta y que no parecía conocer la palabra límite. Venía de una familia trabajadora y de conceptos morales fuertes. La conoció a fondo, como nunca antes había conocido a alguien. Le prometió como siempre lo hacía en estos casos llegar a la cima, le fue metiendo de a poco el caramelo en la boca sobre cosas como la fama y el poder. Vio como le brillaban los ojitos dulces a la fulana. Fue un tiempo de complicidad y pasiones desbordadas, sin darse cuenta casi fue enhebrando un entramado de culpas y traiciones. Le presentó gente que le abriría puertas, le enseñó el arte de la treta, a tipos que estaban dispuestos por poca guita a vender a cualquiera. Y lo que mayor dominaba: como estar bien con los unos y los otros, como hacer para pegar una pirueta y de golpe estar en el lado opuesto. Le enseñó a ser cínica y sobre todo el espíritu de la traición. La vida, decía, no era para ganar amigos, era para ganar mucha guita. Y le contó el proyecto minuciosamente, como para que no tuviese ninguna duda hasta donde debían llegar. Ella hizo una tarea excelente, tenía también sus influencias casi todas eran políticas auque mantenía eso de ser apolítica. Le tendría que haber hecho ruido eso alguna vez, pero no. Se cebó.
En poco tiempo tuvo todo lo que necesitaba bien documentado, videos, papeles, contratos y fotos del supuesto corrupto en cuestión. Una tarde citó a su oficina a un encumbrado ministro y le dijo muy suelto de cuerpo que si había un buen dinero todo lo que tenía sobre la mesa podía desaparecer en un segundo. Tan seguro estaba que la risa del tipo lo desubicó, -¿no me va a decir que no le interesa? – le dijo bajito. Le dieron el raje al poco rato, le contestaron que era una patraña, un invento. Que si quería se lo metiera muy despacito en donde él sabía.
Contrariado y enfermo de bronca la llamó. Amelia le repitió hasta el cansancio que las cosas eran como se las había contado, que lo estaban boludeando y que tuviera cuidado. Que ella había cumplido con todo el trabajo, ahora todo dependía de él. Desde ese día comenzaron a suceder cosas raras o él pensó que era así. Un extraño accidente con su coche, llamaban a la oficina y colgaban. Empezó a notar que lo seguían, creyó ver formas extrañas por las noches, se le complicó el sueño y ella casi no aparecía. Una mañana lo llamó el director y le dijo que lamentablemente se considerara despedido, que la baja calidad de las notas les estaba haciendo perder el mercado. Fue el preanuncio a un final anunciado.
Empezó a dejar de ir los fines de semana al casino, ya no quería andar solo por la ruta. Su vida cambió por completo. Se fue haciendo pedazos aquella seguridad de la que siempre alardeaba. Se refugió en el alcohol y los prostíbulos, fue cayendo despacio en la ruina, en la desatención y en el desaliño. Antes tan pituco y ahora era casi una piltrafa.
Desesperado había citado a Amelia esa tarde para que juntos como antes pudieran encontrar una salida, ella le dijo que si, que lo amaba y que no lo dejaría solo. Se puso feliz pensando que a lo mejor volverían a comenzar y que juntos podrían salir de ese laberinto en el que él supuso estaban los dos. Tontamente supuso. El amor a veces te vuelve idiota.
Pero no aparecía. La llamó y nada. Desesperado marcó el teléfono del “Tarta”, su mejor amigo, en realidad el único que tenía. Y le pregunto si la había visto, que habían quedado en encontrarse y no aparecía. Dando un suspiro el otro le contestó a regañadientes que si, que se la había cruzado en el Ministerio y le había llamado la atención por como lo miró en el pasillo, que la siguió y la vio entrar al despacho del Ministro y que llevaba un sobre enorme entre las manos.
Salió desesperado, subió a su auto y transpirando manejó entre las calles atestadas de autos. Llegó casi sin saberlo y bajó corriendo. Temiendo lo peor subió los dos pisos por la escalera.
Abrió la puerta con el corazón lleno de miedo, abrió la pequeña habitación del departamento, revolvió todo, buscó los documentos originales y nada. Lleno de odio y certidumbre se dijo –mi amigo no me mintió, perra traicionera- sacó de entre un López Taibo la pistola que tantas veces lo había salvado y lleno de odio subió de nuevo al auto y apuntó para Avellaneda, a la casa de Amelia, no le importaba nada, mataría al marido también. A pocas cuadras de su casa la vio. Caminaba ligero, se bajó del auto y la siguió sigilosamente. Cuando estuvo a tres metros la llamó por su nombre. Ella asustada se dio vuelta con una sonrisa. Ensayó una disculpa, le dijo con la voz quebrada que ella no tenía nada que ver, que le habían hecho una cama. Lleno de ira apuntó y tiró, vació la pistola en ella, mientras tiraba las lágrimas empezaron a surgir, repleto su rostro de ellas, empañada la visión por el martirio. La dejó allí en el enorme charco de sangre. La gente empezó a salir de sus casas, subió al auto descompuesto de resentimiento y se marchó rumbo a lo de “La Gallega” un puterío que había sido del caudillo más famoso de la zona, pidió un whisky y una piba, --cualquiera- dijo. Cerró la puerta y se lo oyó decir quedamente. ¡Pobre país, todo se compra!