Leonor esa tarde salió de la fábrica, caminaba entusiasmada. Él le había regalado esos oleos que tanto había soñado. Los envolvió con su saquito negro en el fondo de la cartera, apretaba suavemente esa reliquia, esa noche se decía iba a estar hasta tarde atacando una y otra vez la tela incluso se dijo como para sí la música de fondo, más allá de los sonidos nocturnos, de la maraña de sueños que en su piecita daban vueltas en su corazón de pájaro, sabía y necesitaba que necesitaba escuchar el aleteo dulce de la música que juntos disfrutaban los fines de semana. Él se quedó a hacer horas extras y a conversar con los compañeros de fábrica, hace dos meses lo habían nombrado delegado, También él tenía sueños, y ciertos pájaros nocturnos acechaban en aquel barrio y su pobrerío, aires de libertad tenían ese ramillete de alas, cosas que se mezclaban con el sonido del balancín, ese incesante golpeteo y los dedos que entraban y salían con cada pieza hacia la terminal de la fábrica.
Leonor bajó del subte en la estación de siempre, apretaba cada vez más fuerte la cartera y una sonrisa entusiasta saltaba por los escalones hacia la abertura que la llevaría a su casa. Casi no vio la mano, el sonido sordo que cayó sobre su rostro y los brazos que la metieron en el auto que salió echando humo, las ruedas, las caras, la mano en sus piernas y la risa descarada de la patota.
Murió violada en un agujero negro lleno de gritos y de sangre, haciéndose preguntas, interrogando al silencio y al sonido gris de la picana. Desde los cuando, los porqués y los nombres. La risa de aquel que le cerró los ojos para siempre y que le dijo toscamente que ahora le tocaba a él y era su amigo de infancia, el tanito de la otra cuadra el que le pegó el tiro de gracia y en ese instante no supo de que se trataba, del porqué de tanta inocencia acorralada y solo dijo “mamá querida, salvame” y se la comió el silencio y no supo ni que jamás tendría un pincel entre las manos, ni la risa de él, ni sus palabras de amor, ni sus sueños libertarios. Afuera, lejos, muy lejos las manos asesinas comenzaban a caerle a La Plaza Adentro ella nunca supo que volverían algún día a llenarse de voces alegres las calles de su pueblo. El pueblo……
Leonor bajó del subte en la estación de siempre, apretaba cada vez más fuerte la cartera y una sonrisa entusiasta saltaba por los escalones hacia la abertura que la llevaría a su casa. Casi no vio la mano, el sonido sordo que cayó sobre su rostro y los brazos que la metieron en el auto que salió echando humo, las ruedas, las caras, la mano en sus piernas y la risa descarada de la patota.
Murió violada en un agujero negro lleno de gritos y de sangre, haciéndose preguntas, interrogando al silencio y al sonido gris de la picana. Desde los cuando, los porqués y los nombres. La risa de aquel que le cerró los ojos para siempre y que le dijo toscamente que ahora le tocaba a él y era su amigo de infancia, el tanito de la otra cuadra el que le pegó el tiro de gracia y en ese instante no supo de que se trataba, del porqué de tanta inocencia acorralada y solo dijo “mamá querida, salvame” y se la comió el silencio y no supo ni que jamás tendría un pincel entre las manos, ni la risa de él, ni sus palabras de amor, ni sus sueños libertarios. Afuera, lejos, muy lejos las manos asesinas comenzaban a caerle a La Plaza Adentro ella nunca supo que volverían algún día a llenarse de voces alegres las calles de su pueblo. El pueblo……