En Gascón había un bar donde se juntaban, se apretaban, se olían, se miraban. El Bancadero a las tres de la tarde, Mimí y su obsesión. Tener 19 años, un cuerpo elástico, piernas largas, sonrisa traviesa y dura. –Mi viejo es esquizofrénico- dijo, y todos la miraron. Él observó su boca, sus labios carnudos, el nacimiento de sus pechos pequeños, la desesperación en sus manos. -Soy el único sostén de una familia, laburo, laburo, laburo, mantengo a cuatro y me la banco- pero a veces no puedo más, lo miro haciendo señas, que no sabe quien soy y salgo de la clínica destrozada y sé que a nadie le importa ese vegetal que vive en otro mundo, y no recuerda mi nombre, ni me llama ni nada -Linda piba dijo él pero apuró el paso y se perdió entre la gente, sintió su mirada, como la sienten las bestias cuando quieren ser cazadas. Tomó Rivadavia y se fue para el Once, ya la comenzó a extrañar, a recordar esos pequeños detalles que se recuerda siempre cuando pica la avispa. Punto caramelo pensó, tocar y rajar o volverse de pronto como si nada.
Meses duró esa compulsiva manera de confesar barbaridades desde la humilde separación de vínculo supuestamente perfecto hasta haber tenido doce mil quinientas parejas disolubles, hechas percha. Bancadero, Moffatt y su sucursal del Borda. La rubia que para el colectivo en puntas de pies, y se come tres tipos por minuto, o el que toma merca porqué le cuesta dar un paso. Talacasto, Gancia, o simplemente un Macallan a las rocas revuelto con el dedo. Los hijos que esperan el fin de semana para ir al cine o pasear por Palermo, volver a las ocho de la noche y a otra cosa. La eterna soledad de los termos y la revista crisis, acompañados de bizcochitos de grasa. Un disco de Jazz, la humedad y la leucemia. Todas las lágrimas, el río de sangre y confesar, todo a medias o nada. Yo no fui, fue el otro. Yo mantengo mis principios, je…principios?
Vino el beso, fue en alguna plaza. Su cabeza se había quedado así, en medio de las lágrimas, su camisa llena de rimel, de pintura de labios, de sudor y contraluz, de puertos y de ensenadas. La escuchó llorar y la tuvo de las manos, miró sus ojos que destilaban infiernos y ansias y el rumor, el quejido, el pliegue de su blusa escapándose entre sus manos. El beso salado y lleno de sombras se coló entre sus labios y confesó despacio. ¡Sabés, tengo novio! Fue hasta su casa una tarde a jugar alguna carta, el coso estaba de shorts y sandalias, hurgaba distraído los detalles de la mesa y murmuraba cosas que parecían palabras. Sabía este juego como de memoria y no pudo encontrarla, se perdieron en alguno de los cuartos, rieron de su juventud, de esa insolencia que dan las carnes firmes el no importa que pase mañana.
Fue a su boda y cuando nació su primer hijo. Compró pañales, flores y un habano. Dijo te felicito a cada uno y a todos. La miró largo y se le cayó una lágrima y volvió a su casa de galería ancha. Nadie supo jamás que de vez en cuando en una pieza de hotel se juraban amor y un mar de esperanzas. Recorrerse, arrancarse pedazos, mistificar la miel, perderse en pleonasmos. Y quedarse así imaginando cosas. Las noches, decía él, son siempre las peores. El matecito de las mañanas. Las fiestas de fin de año, los cumples y los cines, y aquella cama imaginaria, las sábanas en tropel. Lejos, y extrañamente cerca. Confesarse ante Dios y admitir que no hubo errores. La vida es así, “que se yo si era así” decía Troilo.
Meses duró esa compulsiva manera de confesar barbaridades desde la humilde separación de vínculo supuestamente perfecto hasta haber tenido doce mil quinientas parejas disolubles, hechas percha. Bancadero, Moffatt y su sucursal del Borda. La rubia que para el colectivo en puntas de pies, y se come tres tipos por minuto, o el que toma merca porqué le cuesta dar un paso. Talacasto, Gancia, o simplemente un Macallan a las rocas revuelto con el dedo. Los hijos que esperan el fin de semana para ir al cine o pasear por Palermo, volver a las ocho de la noche y a otra cosa. La eterna soledad de los termos y la revista crisis, acompañados de bizcochitos de grasa. Un disco de Jazz, la humedad y la leucemia. Todas las lágrimas, el río de sangre y confesar, todo a medias o nada. Yo no fui, fue el otro. Yo mantengo mis principios, je…principios?
Vino el beso, fue en alguna plaza. Su cabeza se había quedado así, en medio de las lágrimas, su camisa llena de rimel, de pintura de labios, de sudor y contraluz, de puertos y de ensenadas. La escuchó llorar y la tuvo de las manos, miró sus ojos que destilaban infiernos y ansias y el rumor, el quejido, el pliegue de su blusa escapándose entre sus manos. El beso salado y lleno de sombras se coló entre sus labios y confesó despacio. ¡Sabés, tengo novio! Fue hasta su casa una tarde a jugar alguna carta, el coso estaba de shorts y sandalias, hurgaba distraído los detalles de la mesa y murmuraba cosas que parecían palabras. Sabía este juego como de memoria y no pudo encontrarla, se perdieron en alguno de los cuartos, rieron de su juventud, de esa insolencia que dan las carnes firmes el no importa que pase mañana.
Fue a su boda y cuando nació su primer hijo. Compró pañales, flores y un habano. Dijo te felicito a cada uno y a todos. La miró largo y se le cayó una lágrima y volvió a su casa de galería ancha. Nadie supo jamás que de vez en cuando en una pieza de hotel se juraban amor y un mar de esperanzas. Recorrerse, arrancarse pedazos, mistificar la miel, perderse en pleonasmos. Y quedarse así imaginando cosas. Las noches, decía él, son siempre las peores. El matecito de las mañanas. Las fiestas de fin de año, los cumples y los cines, y aquella cama imaginaria, las sábanas en tropel. Lejos, y extrañamente cerca. Confesarse ante Dios y admitir que no hubo errores. La vida es así, “que se yo si era así” decía Troilo.