A veces me sucede, siempre por las noches. Imaginar, imaginar. Ver este color, esa media gris asomando apenas, mirando hacia abajo, como encogida. A veces miro cierto ángulo de un rostro, la mirada me sorprende, es profundamente triste. La veo inclinarse sobre el piano, acomodar sus codos para desplegar sus finos dedos llenos de caricias ya perdidas, con el índice diciéndole te quiero, esto quiero y nada más.
Es tarde, todos se han refugiado entre sus sábanas, duermen el sueño de los justos. De los que mañana abordarán un tren que los dejará de a poco en aquellas estaciones donde siempre alguien espera, la puerta, el ocio, el asiento en el taller, los memos de su jefe, de ese, de aquel, de algún otro. Un obrero muere debajo de una medianera, vendrán los peritajes, el aullido de las ambulancias, los reporteros, el jefe que dice yo no fui, debe haber sido algún otro. La costumbre, los ritos y él, vaya uno a saber en qué sueño se quedó.
Ella devora el pentagrama, se inventa un cello de fondo y acaricia las teclas, ensaya ese acorde tan complicado de Rachmaninov. Dice como para adentro, "hoy podré, o mañana o tal vez algún día". Sin embargo la expresión de su rostro me fascina, está lejana, y de vez en cuando levanta la vista hacia la ventana. Un gato habla de amor y ella avanza, avanza. Con su cabellera llena de rulos avanza, una lágrima quiere decirle algo. En la oscuridad llena de luces mortecinas acecha en el umbral, esa extraña fragancia llena de matices, de colores sepias, de claroscuros, de displicencia hacen de si misma una pequeña sombra. La que espera en el umbral, la que olvidó todas las letras y se poseyó de un re menor clavado como una daga en su vientre, como una pequeña moneda que siempre cae cruz. No recorre ya las teclas, olvida de repente en el taburete, aquel estigma, alguna otra llave, una clave de sol y el pasaje detrás de los muros.
Sigilosamente desprende su blusa, que lentamente cae al piso. Su vestido azul viaja entre los almohadones, ella enciende un cigarrillo más y se acerca a la ventana. Es un quinto piso, la noche ya se fue y la lágrima cae... y dibuja un pasadizo. Noche, ardiente esclava de otras noches, de otros círculos y de aquellas promesas. Y en sus labios él y recuerda la voz de aquel hombre. Sus gastadas manos de guerrero, su voz ancestral, sus fantasmas y su miedo.
Son cortocircuitos ardientes, murmullos de un mundo sin razones, reflejos de un paraíso ya olvidado. Espejos, tristezas y clamor sordo como la bruma.
Es tarde, todos se han refugiado entre sus sábanas, duermen el sueño de los justos. De los que mañana abordarán un tren que los dejará de a poco en aquellas estaciones donde siempre alguien espera, la puerta, el ocio, el asiento en el taller, los memos de su jefe, de ese, de aquel, de algún otro. Un obrero muere debajo de una medianera, vendrán los peritajes, el aullido de las ambulancias, los reporteros, el jefe que dice yo no fui, debe haber sido algún otro. La costumbre, los ritos y él, vaya uno a saber en qué sueño se quedó.
Ella devora el pentagrama, se inventa un cello de fondo y acaricia las teclas, ensaya ese acorde tan complicado de Rachmaninov. Dice como para adentro, "hoy podré, o mañana o tal vez algún día". Sin embargo la expresión de su rostro me fascina, está lejana, y de vez en cuando levanta la vista hacia la ventana. Un gato habla de amor y ella avanza, avanza. Con su cabellera llena de rulos avanza, una lágrima quiere decirle algo. En la oscuridad llena de luces mortecinas acecha en el umbral, esa extraña fragancia llena de matices, de colores sepias, de claroscuros, de displicencia hacen de si misma una pequeña sombra. La que espera en el umbral, la que olvidó todas las letras y se poseyó de un re menor clavado como una daga en su vientre, como una pequeña moneda que siempre cae cruz. No recorre ya las teclas, olvida de repente en el taburete, aquel estigma, alguna otra llave, una clave de sol y el pasaje detrás de los muros.
Sigilosamente desprende su blusa, que lentamente cae al piso. Su vestido azul viaja entre los almohadones, ella enciende un cigarrillo más y se acerca a la ventana. Es un quinto piso, la noche ya se fue y la lágrima cae... y dibuja un pasadizo. Noche, ardiente esclava de otras noches, de otros círculos y de aquellas promesas. Y en sus labios él y recuerda la voz de aquel hombre. Sus gastadas manos de guerrero, su voz ancestral, sus fantasmas y su miedo.
Son cortocircuitos ardientes, murmullos de un mundo sin razones, reflejos de un paraíso ya olvidado. Espejos, tristezas y clamor sordo como la bruma.