Dios aprieta pero no ahorca
I
Cuando cumplí doce años, Dios le hablo a mi padre por primera vez. No le dijo mucho, sólo que debería ser pintor y, luego regresó al cielo a otear a los demás en compañía de sus ángeles.
Por ese entonces mi papá trabajaba en el gobierno. Era un hombre delgado, alto y anguloso; sus huesos protuberancia se asomaban a través de la piel. Su pelo había encanecido cuando cumplió los 24 años; lucía ajado y duro. Tan austero y sobrio que no había quién lo pasara por alto en la calle. Parecía marcado por algo omnipresente. Su mirada azul incandescente y sus largos silencios daban cuenta de ello.
Fui hijo único y no recuerdo ninguna plática con él previa a mis doce años. Las palabras se han difuminado. De mi primera infancia me quedan en recuerdo algunas imágenes: mi padre en un traje gris a la puerta de la casa, de regreso del trabajo; su portafolio junto al teléfono; sus pasos en la escalera; el sweater que hacía juego con sus ojos; su frente explanada sobre la página del periódico cuando se asomaba a responder alguna pregunta.
En vacaciones de fin de año siempre íbamos a la playa y el calendario iniciaba invariable a la orilla del mar, con un baño entre el vaho brumoso del gélido norte. Todos los años lo mismo, hasta que cumplí los doce.
Su frágil osamenta nudo pausada avanza báculo sin dueño y yo mientras con la toalla percha viéndolo desvanecerse silueta ni siquiera avistable leño a las gaviotas.
Mi padre, fino, como el aire avanza. Una ola cruje alrededor de sus muslos pero pasa y ni lo nota. De pronto, emerge. Se aparece fantasmagórico y yo, con la toalla entre las manos, de pronto inútil. Él prefiere sostenerse ahí, tembloroso y débil, como si tritón pudiera ocurrírsele a Dios dirigirle una palabra.
Hasta ese entonces, mi padre nunca había dejado de pintar. A la luz de las primaverales tardes, ninguna sorpresa verlo al fondo del jardín jugando a ganarle a la luz. Algunos chicos jugando fut en la calle. Yo de ocho años, todo pecas, dormitando sobre la tarea, invadido por una paz, quietud inexplicable.
Solía mi madre llevarle té. Todavía admiraba su talento y, aunque ni una pintura suya pendiera de nuestras paredes, tanto para mí como para ella nos era evidente que su obra, regalada a familiares y amigos se articulaba de alguna manera también nuestra. Recuerdo que su firma me llenaba de orgullo...
Sin embargo, de pronto, a los doce, el mundo agarró otro rumbo. Mi padre llegó puntual de la oficina y, después de cambiarse, se sentó a escuchar, como siempre, el trivial y dulce parloteo de mi madre. -Que si vino el plomero, que si me había roto el pantalón del uniforme, que si el desayuno de los jueves con sus amigas se había cancelado. Así, cuando ella acabó de ventisquear su día, él, atento y lánguido -¿podría haber sido de otra manera?-, empero con un destello peculiar bajo los párpados, igual que siempre, sólo que con determinación, después de un largo sorbo de aire (lo estoy viendo, lo estoy oyendo), completamente fuera de contexto, dijo: ― Sofía, quiero pintar.
Al principio ella, naturalmente, no entendió. Pensó que la trama encajaba en sus suaves brisas y le contestó:
― Está bien, después de recoger la cocina, te alcanzo. Algunas cosas que coser…
― No, respondió él pausado, articulando tranquilo como ahora sí bien lo recuerdo, jugando a disfrutar sus propias palabras, inflando su sonido más allá de la delgadez cotidiana, cargándose de trascendencia y significado:
― Ya renuncié. Ni un día más en la oficina..
Mi madre se quitó el delantal. Pequeña y de ojos vivaces, se sostuvo frente a él, omnipotente. La última sentencia lapidaria le hizo rodar fardo entera hasta el suelo y ahí quedó inerme, junto al delantal que había escurrido de sus pequeñas manos.
De un brinco, Sofía cruzó el cuarto y me tomó del brazo con inusitada ansiedad. Igual de repentino llevé su furia a mi cuarto. Me senté en la cama. Mis dedos hilos hurgaron debajo del pantalón el golpe divino como si pudieran remendarlo. Ese día mi padre, Dios mediante, habló, y yo escuché redoble el final de mi infancia.
I
Cuando cumplí doce años, Dios le hablo a mi padre por primera vez. No le dijo mucho, sólo que debería ser pintor y, luego regresó al cielo a otear a los demás en compañía de sus ángeles.
Por ese entonces mi papá trabajaba en el gobierno. Era un hombre delgado, alto y anguloso; sus huesos protuberancia se asomaban a través de la piel. Su pelo había encanecido cuando cumplió los 24 años; lucía ajado y duro. Tan austero y sobrio que no había quién lo pasara por alto en la calle. Parecía marcado por algo omnipresente. Su mirada azul incandescente y sus largos silencios daban cuenta de ello.
Fui hijo único y no recuerdo ninguna plática con él previa a mis doce años. Las palabras se han difuminado. De mi primera infancia me quedan en recuerdo algunas imágenes: mi padre en un traje gris a la puerta de la casa, de regreso del trabajo; su portafolio junto al teléfono; sus pasos en la escalera; el sweater que hacía juego con sus ojos; su frente explanada sobre la página del periódico cuando se asomaba a responder alguna pregunta.
En vacaciones de fin de año siempre íbamos a la playa y el calendario iniciaba invariable a la orilla del mar, con un baño entre el vaho brumoso del gélido norte. Todos los años lo mismo, hasta que cumplí los doce.
Su frágil osamenta nudo pausada avanza báculo sin dueño y yo mientras con la toalla percha viéndolo desvanecerse silueta ni siquiera avistable leño a las gaviotas.
Mi padre, fino, como el aire avanza. Una ola cruje alrededor de sus muslos pero pasa y ni lo nota. De pronto, emerge. Se aparece fantasmagórico y yo, con la toalla entre las manos, de pronto inútil. Él prefiere sostenerse ahí, tembloroso y débil, como si tritón pudiera ocurrírsele a Dios dirigirle una palabra.
Hasta ese entonces, mi padre nunca había dejado de pintar. A la luz de las primaverales tardes, ninguna sorpresa verlo al fondo del jardín jugando a ganarle a la luz. Algunos chicos jugando fut en la calle. Yo de ocho años, todo pecas, dormitando sobre la tarea, invadido por una paz, quietud inexplicable.
Solía mi madre llevarle té. Todavía admiraba su talento y, aunque ni una pintura suya pendiera de nuestras paredes, tanto para mí como para ella nos era evidente que su obra, regalada a familiares y amigos se articulaba de alguna manera también nuestra. Recuerdo que su firma me llenaba de orgullo...
Sin embargo, de pronto, a los doce, el mundo agarró otro rumbo. Mi padre llegó puntual de la oficina y, después de cambiarse, se sentó a escuchar, como siempre, el trivial y dulce parloteo de mi madre. -Que si vino el plomero, que si me había roto el pantalón del uniforme, que si el desayuno de los jueves con sus amigas se había cancelado. Así, cuando ella acabó de ventisquear su día, él, atento y lánguido -¿podría haber sido de otra manera?-, empero con un destello peculiar bajo los párpados, igual que siempre, sólo que con determinación, después de un largo sorbo de aire (lo estoy viendo, lo estoy oyendo), completamente fuera de contexto, dijo: ― Sofía, quiero pintar.
Al principio ella, naturalmente, no entendió. Pensó que la trama encajaba en sus suaves brisas y le contestó:
― Está bien, después de recoger la cocina, te alcanzo. Algunas cosas que coser…
― No, respondió él pausado, articulando tranquilo como ahora sí bien lo recuerdo, jugando a disfrutar sus propias palabras, inflando su sonido más allá de la delgadez cotidiana, cargándose de trascendencia y significado:
― Ya renuncié. Ni un día más en la oficina..
Mi madre se quitó el delantal. Pequeña y de ojos vivaces, se sostuvo frente a él, omnipotente. La última sentencia lapidaria le hizo rodar fardo entera hasta el suelo y ahí quedó inerme, junto al delantal que había escurrido de sus pequeñas manos.
De un brinco, Sofía cruzó el cuarto y me tomó del brazo con inusitada ansiedad. Igual de repentino llevé su furia a mi cuarto. Me senté en la cama. Mis dedos hilos hurgaron debajo del pantalón el golpe divino como si pudieran remendarlo. Ese día mi padre, Dios mediante, habló, y yo escuché redoble el final de mi infancia.