De una amiga muy querida y reconocida cuentista de estos lares. Del desierto:
__________________Estela Davis______________________
RABIA
Se dirigió al leñero arrastrando los pies, acomodó un
leño y de un certero hachazo lo partió en dos, y
recogió cuidadosamente algunas astillas que le
servirían para atizar. Los niños jugaban bajo la
precaria sombra del guamúchil. Se detuvo un momento.
Sus melancólicos ojos recorrieron el páramo que
rodeaba el jacal cercado de tablas de cardón. La
fantasmal silueta de los mezquites se confundía con
el gris de la tierra esponjada y reseca; el cielo, de
un pálido azul le mostró su rostro desesperanzado.
Una nube de bobos la envolvió metiéndosele por la
nariz y los ojos. Sacudió violentamente la cabeza para
ahuyentarlos y se metió al jacal que en el extremo de
la enramada le servía de cocina.
Cumplió con el ritual de encender la lumbre en las
hornillas para preparar los frijoles, las tortillas y
el te limón. Amasó automáticamente. Puso a calentar el
comal sobre la parrilla. El calor, intensificado por
la llama de la leña, la hacía sudar a chorros. Secó su
rostro con el largo delantal, con impaciencia.
Su marido había tenido que irse a trabajar a la pesca
por culpa de la sequía. Había perdido la cuenta de
los días que llevaba sola en el rancho con las
criaturas, con todo el quehacer, y sin la satisfacción
de su cuerpo joven. "Alguien tenía que cuidar de los
animales", pensaba deprimida. Madrugaba a ordeñar las
chivas. Al terminar las encaminaba hacia la sierra,
donde podían encontrar que comer. Regresaba a cuajar
la leche para hacer el queso, daba el desayuno a los
niños y se los llevaba a la pequeña huerta, donde el
mayor montaba el burro de la noria dando vueltas y
vueltas hasta llenar la pila del agua, que además de
ser el bebedero, servía para regar el modesto
sembrado y para lavar la ropa.
A media tarde volvía al jacal con sendos tambos de
agua, preparaba y servía el alimento que era a la vez
comida y cena. Después se iba con los niños para
arrear el rebaño, cuyo rezagado regreso anunciaban los
ladridos de la chivera y el cencerreo de la caponera.
Las conducía al corral, soltaba a las crías para que
mamaran un rato y las encerraba de nuevo. Antes de
retirarse a descansar ordeñaba un poco de leche para
las mamaderas de los niños.
Las vaquitas que tenían se les habían muerto con la
seca. No les valieron luchas. Recordó como el pobre de
su marido madrugaba todos los días para irse al monte
sin desayunar. Regresaba al mediodía, asoleado y sin
nada en el estómago, con el burro cargado de biznagas
y unos tercios de dipúa. Sin esperar a comer,
agarraba el machete y se ponía a pelar y limpiar la
biznaga para dársela a las vacas que ya no se podían
parar de tan flacas. Para ayudarlas, les metían entre
los dos un horcón por debajo de la panza y las
apalancaban obligándolas a levantarse para comer y
para tomar agua, porque la que se quedaba echada se
moría.
El monte se fue quedando sin biznagas y los escasos
dipúas sin ramas, y ellos sin fuerzas para apalancar a
los animales, que se echaron para no levantarse más.
La lumbre ardía en las hornillas. Metió otro leño para
que se hicieran buenas brasas, que amanecieran, para
no andar batallando en la madrugada para atizar.
Agarró la bolita de masa, extendiéndola en el metate.
Afuera los niños gritaban y peleaban. Sumida en sus
pensamientos no les prestaba atención. !Clap, clap,
clap, clap!, torteó. Echó la tortilla en el comal,
dándole vuelta inmediatamente. Volvió a voltearla.
Esperó unos momentos y la volteó por tercera vez, la
tortilla se infló y la aplastó con un trapo para
dorarla. De pronto los gritos de los niños adquirieron
un significado que la sacó de su ensimismamiento.
—!Amaaaá, amaaaá, un animal, un animal!
Asustada, aventó la tortilla y salió. A unos cuantos
metros de ellos estaba una zorra. No se movía, parecía
observarlos. Corrió a levantar al pequeño del suelo y
como pudo arrastró a los dos más grandecitos al
interior del jacal. Se soltaron llorando sin entender
por que no los dejaban ver al animalito.
—!Es una zorra con la rabia! —les gritó.
—¿Y por qué no nos hizo nada? —preguntó el más grande.
No le contestó. Los subió al tapeiste que les servía
de cama; percibió los innumerables portillos por donde
fácilmente se podía colar la zorra. A través de las
rendijas la vio dirigirse hacia la casa. Dejó de
espiarla y se puso a dar vueltas desesperada. No tenía
más arma que el machete de su marido, que colgaba de
la enramada. Tenía que salir para agarrarlo.
Los niños se bajaron del tapeiste. Los levantó
estrujándolos con rabia. Los aventó encima
ordenándoles que se quedaran ahí, y ellos se pusieron
a llorar a gritos. Los ignoró, tratando de ordenar sus
ideas. Sabía perfectamente que el animal tenía la
rabia, sino no se hubiera acercado, porque son muy
asustadizos.
Espió nuevamente y pudo verlo abajo de la enramada, en
el extremo opuesto de donde colgaba el machete. Si se
movía rápido quizá lo alcanzara antes de ser atacada.
Volteó a ver a sus criaturas, que lloraban con
sentimiento, y un gran dolor se le fue acomodando en
el pecho. La indefensión fue sustituida por el dolor,
por una rabia intensa distinta a la del animal. Algo
hirviente le fue entrando por las plantas de los pies,
recorrió sus piernas, su sexo, su vientre, su pecho y
de golpe se le anidó en la cabeza.
Salió del jacal atrancando la puerta y dio unos
pasos. El animal la vio; caminó hacia ella y
enloqueciendo de pronto se le fue encima. Extendió sus
enaguas para capotearlo. El animalillo, enfurecido,
daba increíbles saltos mordiéndolas, hasta que
consiguió envolverlo en el delantal. Se revolvía
furioso mientras ella encontraba el pequeño pescuezo
para acogotarlo. Cuando estuvo segura de haberle dado
muerte, soltó el delantal y el cuerpecillo inerte cayó
al suelo. Con la rabia que la invadía, cogió una
piedra y le machacó la cabeza. Se quedó rígida,
viéndole. Ni siquiera escuchaba el llanto de los
niños. De pronto un sollozo ronco le explotó en el
pecho. Rabiosa levantó las manos para limpiar sus
lágrimas inútiles. Las dejó suspendidas en el aire,
viendo que de la izquierda brotaba sangre. Un ramalazo
de pánico le aflojó las piernas y con terrible
desesperación las limpió en el delantal. Sí, no había
ninguna duda, en su mano estaban las marcas de los
dientecillos de la zorra. Sintió que un cuerpo que no
era el suyo se reblandecía, como si fuera sumiéndose
en el agua. Se incorporó a esa blandura y dulcemente
se dejó ir.
—!Amaaaá!, ¡amaciiita! —gritaban los niños.
Un pequeño resquicio se abrió en la oscuridad que la
rodeó por un instante y por ahí penetraron los agudos
gritos de sus criaturas. Otra vez la rabia intensa y
ardiente caminó sobre su debilidad. Se le heló la
mirada, con la que contempló el machete. Irguió el
cuerpo, desenfundó y caminó hasta la cocina. Puso su
brazo sobre el tronco que le servía para machacar la
carne, alzó machete y de un certero tajo sobre la
muñeca cercenó su mano. Lo tiró, hizo a un lado el
leño y metió el muñón entre las brazas para
cauterizar la herida.
El grito desgarrador se fue rebotando por las piedras,
estampándose en los cantiles. Una fuerte ráfaga de
viento sin sentido sacudió los mezquites y levantó un
remolino que corrió por el páramo en persecución del
grito.
__________________Estela Davis______________________
RABIA
"En tus ojos hay años de sequía
en tus manos un desierto extenso
por eso te enferma la lluvia
y te duele tanto el agua"
Dante Salgado
en tus manos un desierto extenso
por eso te enferma la lluvia
y te duele tanto el agua"
Dante Salgado
Se dirigió al leñero arrastrando los pies, acomodó un
leño y de un certero hachazo lo partió en dos, y
recogió cuidadosamente algunas astillas que le
servirían para atizar. Los niños jugaban bajo la
precaria sombra del guamúchil. Se detuvo un momento.
Sus melancólicos ojos recorrieron el páramo que
rodeaba el jacal cercado de tablas de cardón. La
fantasmal silueta de los mezquites se confundía con
el gris de la tierra esponjada y reseca; el cielo, de
un pálido azul le mostró su rostro desesperanzado.
Una nube de bobos la envolvió metiéndosele por la
nariz y los ojos. Sacudió violentamente la cabeza para
ahuyentarlos y se metió al jacal que en el extremo de
la enramada le servía de cocina.
Cumplió con el ritual de encender la lumbre en las
hornillas para preparar los frijoles, las tortillas y
el te limón. Amasó automáticamente. Puso a calentar el
comal sobre la parrilla. El calor, intensificado por
la llama de la leña, la hacía sudar a chorros. Secó su
rostro con el largo delantal, con impaciencia.
Su marido había tenido que irse a trabajar a la pesca
por culpa de la sequía. Había perdido la cuenta de
los días que llevaba sola en el rancho con las
criaturas, con todo el quehacer, y sin la satisfacción
de su cuerpo joven. "Alguien tenía que cuidar de los
animales", pensaba deprimida. Madrugaba a ordeñar las
chivas. Al terminar las encaminaba hacia la sierra,
donde podían encontrar que comer. Regresaba a cuajar
la leche para hacer el queso, daba el desayuno a los
niños y se los llevaba a la pequeña huerta, donde el
mayor montaba el burro de la noria dando vueltas y
vueltas hasta llenar la pila del agua, que además de
ser el bebedero, servía para regar el modesto
sembrado y para lavar la ropa.
A media tarde volvía al jacal con sendos tambos de
agua, preparaba y servía el alimento que era a la vez
comida y cena. Después se iba con los niños para
arrear el rebaño, cuyo rezagado regreso anunciaban los
ladridos de la chivera y el cencerreo de la caponera.
Las conducía al corral, soltaba a las crías para que
mamaran un rato y las encerraba de nuevo. Antes de
retirarse a descansar ordeñaba un poco de leche para
las mamaderas de los niños.
Las vaquitas que tenían se les habían muerto con la
seca. No les valieron luchas. Recordó como el pobre de
su marido madrugaba todos los días para irse al monte
sin desayunar. Regresaba al mediodía, asoleado y sin
nada en el estómago, con el burro cargado de biznagas
y unos tercios de dipúa. Sin esperar a comer,
agarraba el machete y se ponía a pelar y limpiar la
biznaga para dársela a las vacas que ya no se podían
parar de tan flacas. Para ayudarlas, les metían entre
los dos un horcón por debajo de la panza y las
apalancaban obligándolas a levantarse para comer y
para tomar agua, porque la que se quedaba echada se
moría.
El monte se fue quedando sin biznagas y los escasos
dipúas sin ramas, y ellos sin fuerzas para apalancar a
los animales, que se echaron para no levantarse más.
La lumbre ardía en las hornillas. Metió otro leño para
que se hicieran buenas brasas, que amanecieran, para
no andar batallando en la madrugada para atizar.
Agarró la bolita de masa, extendiéndola en el metate.
Afuera los niños gritaban y peleaban. Sumida en sus
pensamientos no les prestaba atención. !Clap, clap,
clap, clap!, torteó. Echó la tortilla en el comal,
dándole vuelta inmediatamente. Volvió a voltearla.
Esperó unos momentos y la volteó por tercera vez, la
tortilla se infló y la aplastó con un trapo para
dorarla. De pronto los gritos de los niños adquirieron
un significado que la sacó de su ensimismamiento.
—!Amaaaá, amaaaá, un animal, un animal!
Asustada, aventó la tortilla y salió. A unos cuantos
metros de ellos estaba una zorra. No se movía, parecía
observarlos. Corrió a levantar al pequeño del suelo y
como pudo arrastró a los dos más grandecitos al
interior del jacal. Se soltaron llorando sin entender
por que no los dejaban ver al animalito.
—!Es una zorra con la rabia! —les gritó.
—¿Y por qué no nos hizo nada? —preguntó el más grande.
No le contestó. Los subió al tapeiste que les servía
de cama; percibió los innumerables portillos por donde
fácilmente se podía colar la zorra. A través de las
rendijas la vio dirigirse hacia la casa. Dejó de
espiarla y se puso a dar vueltas desesperada. No tenía
más arma que el machete de su marido, que colgaba de
la enramada. Tenía que salir para agarrarlo.
Los niños se bajaron del tapeiste. Los levantó
estrujándolos con rabia. Los aventó encima
ordenándoles que se quedaran ahí, y ellos se pusieron
a llorar a gritos. Los ignoró, tratando de ordenar sus
ideas. Sabía perfectamente que el animal tenía la
rabia, sino no se hubiera acercado, porque son muy
asustadizos.
Espió nuevamente y pudo verlo abajo de la enramada, en
el extremo opuesto de donde colgaba el machete. Si se
movía rápido quizá lo alcanzara antes de ser atacada.
Volteó a ver a sus criaturas, que lloraban con
sentimiento, y un gran dolor se le fue acomodando en
el pecho. La indefensión fue sustituida por el dolor,
por una rabia intensa distinta a la del animal. Algo
hirviente le fue entrando por las plantas de los pies,
recorrió sus piernas, su sexo, su vientre, su pecho y
de golpe se le anidó en la cabeza.
Salió del jacal atrancando la puerta y dio unos
pasos. El animal la vio; caminó hacia ella y
enloqueciendo de pronto se le fue encima. Extendió sus
enaguas para capotearlo. El animalillo, enfurecido,
daba increíbles saltos mordiéndolas, hasta que
consiguió envolverlo en el delantal. Se revolvía
furioso mientras ella encontraba el pequeño pescuezo
para acogotarlo. Cuando estuvo segura de haberle dado
muerte, soltó el delantal y el cuerpecillo inerte cayó
al suelo. Con la rabia que la invadía, cogió una
piedra y le machacó la cabeza. Se quedó rígida,
viéndole. Ni siquiera escuchaba el llanto de los
niños. De pronto un sollozo ronco le explotó en el
pecho. Rabiosa levantó las manos para limpiar sus
lágrimas inútiles. Las dejó suspendidas en el aire,
viendo que de la izquierda brotaba sangre. Un ramalazo
de pánico le aflojó las piernas y con terrible
desesperación las limpió en el delantal. Sí, no había
ninguna duda, en su mano estaban las marcas de los
dientecillos de la zorra. Sintió que un cuerpo que no
era el suyo se reblandecía, como si fuera sumiéndose
en el agua. Se incorporó a esa blandura y dulcemente
se dejó ir.
—!Amaaaá!, ¡amaciiita! —gritaban los niños.
Un pequeño resquicio se abrió en la oscuridad que la
rodeó por un instante y por ahí penetraron los agudos
gritos de sus criaturas. Otra vez la rabia intensa y
ardiente caminó sobre su debilidad. Se le heló la
mirada, con la que contempló el machete. Irguió el
cuerpo, desenfundó y caminó hasta la cocina. Puso su
brazo sobre el tronco que le servía para machacar la
carne, alzó machete y de un certero tajo sobre la
muñeca cercenó su mano. Lo tiró, hizo a un lado el
leño y metió el muñón entre las brazas para
cauterizar la herida.
El grito desgarrador se fue rebotando por las piedras,
estampándose en los cantiles. Una fuerte ráfaga de
viento sin sentido sacudió los mezquites y levantó un
remolino que corrió por el páramo en persecución del
grito.