Poeta mexicano nacido en Cocula, Jalisco, en 1900.
Además de su labor como médico, Nandino apoyó a muchos jóvenes poetas desde las revistas que fundó y dirigió.
Editó la colección de cuadernos «México Nuevo», dirigió «Estaciones» y de 1960 a 1964 fue director de «Cuadernos de Bellas Artes».
En 1979 recibió el Premio Nacional de Literatura y el Premio de Poesía de Aguascalientes.
Cada uno de sus poemas contiene un fragmento de tiempo. Poeta soñador, que une la vida y la muerte, el amor y el odio, con un puente indestructible de palabras, sueños y realidades.
«Naufragio de la duda» en 1950, «Triángulo de silencios» en 1953, «Nocturna summa» en 1955, «Eternidad del polvo» en 1970, y «Nocturna palabra» en 1976, constituyen una muestra significativa de su obra como poeta.
Murió en Guadalajara, México, en 1993.
Poema desde la muerte
Elías Nandino
A veces despertamos con una muerte a cuestas,
maternal, indolora, acariciante,
que nos obliga a caminar despacio
por el miedo a caer
y nos sume en la niebla
de un tenaz y voraz presentimiento.
Sentimos nuestro cuerpo, nos movemos,
respiramos tranquilos;
pero de pronto, el fardo en la espalda
con presencia invisible nos oprime,
hace que el pensamiento
adivine el peligro,
y entonces, con cuidado
medimos nuestros pasos,
y hacemos penetrante la mirada
como queriendo descubrir la forma
de un enemigo próximo que anhela devorarnos.
Ni la mañana con desnudez de aroma,
ni los golpes de luz en nuestros ojos,
ni las palabras que pronuncia el viento,
logran hacer que nuestro cuerpo sienta
seguridad y fuerza
para vivir la vida que posee;
y al pasar por lugares conocidos,
por calles que sabemos de memoria,
por esquinas amigas,
nos hiere un sobresalto,
una angustiosa sensación de espera,
y nos parece que todo lo que vemos
no tiene realidad
ni tampoco volumen,
que existe como existen los espectros
levitando la nube de su hueco;
y tanto nos contagia
el incierto desfile de sorpresas
sonámbulas imágenes sin nombre.
Ni la mano que ardiente nos saluda,
ni la voz que nos llama
por nuestro justo nombre y apellido,
ni la pregunta disparada al paso
por un ser desolado,
nos logra convencer
de que estamos aún en este mundo;
y la duda se vuelve certidumbre
de que ya, desde el área de la muerte,
estamos contemplando lo que existe.
A veces despertamos con una muerte a cuestas,
material, indolora, acariciante,
tan viva en su morir
que nos hace sentir que ya no somos;
pero al librarnos de ella
volvemos a pisar en tierra firme,
a creer en el cuerpo que habitamos,
a contemplar el sol que late sin descanso,
a sufrir la fatiga de la sangre;
y entonces nos invade
un llanto como el llanto que lloramos
en el instante exacto de nacer,
porque todo lo que vemos nos convence
de verdad de haber resucitado.
Además de su labor como médico, Nandino apoyó a muchos jóvenes poetas desde las revistas que fundó y dirigió.
Editó la colección de cuadernos «México Nuevo», dirigió «Estaciones» y de 1960 a 1964 fue director de «Cuadernos de Bellas Artes».
En 1979 recibió el Premio Nacional de Literatura y el Premio de Poesía de Aguascalientes.
Cada uno de sus poemas contiene un fragmento de tiempo. Poeta soñador, que une la vida y la muerte, el amor y el odio, con un puente indestructible de palabras, sueños y realidades.
«Naufragio de la duda» en 1950, «Triángulo de silencios» en 1953, «Nocturna summa» en 1955, «Eternidad del polvo» en 1970, y «Nocturna palabra» en 1976, constituyen una muestra significativa de su obra como poeta.
Murió en Guadalajara, México, en 1993.
Poema desde la muerte
Elías Nandino
A veces despertamos con una muerte a cuestas,
maternal, indolora, acariciante,
que nos obliga a caminar despacio
por el miedo a caer
y nos sume en la niebla
de un tenaz y voraz presentimiento.
Sentimos nuestro cuerpo, nos movemos,
respiramos tranquilos;
pero de pronto, el fardo en la espalda
con presencia invisible nos oprime,
hace que el pensamiento
adivine el peligro,
y entonces, con cuidado
medimos nuestros pasos,
y hacemos penetrante la mirada
como queriendo descubrir la forma
de un enemigo próximo que anhela devorarnos.
Ni la mañana con desnudez de aroma,
ni los golpes de luz en nuestros ojos,
ni las palabras que pronuncia el viento,
logran hacer que nuestro cuerpo sienta
seguridad y fuerza
para vivir la vida que posee;
y al pasar por lugares conocidos,
por calles que sabemos de memoria,
por esquinas amigas,
nos hiere un sobresalto,
una angustiosa sensación de espera,
y nos parece que todo lo que vemos
no tiene realidad
ni tampoco volumen,
que existe como existen los espectros
levitando la nube de su hueco;
y tanto nos contagia
el incierto desfile de sorpresas
sonámbulas imágenes sin nombre.
Ni la mano que ardiente nos saluda,
ni la voz que nos llama
por nuestro justo nombre y apellido,
ni la pregunta disparada al paso
por un ser desolado,
nos logra convencer
de que estamos aún en este mundo;
y la duda se vuelve certidumbre
de que ya, desde el área de la muerte,
estamos contemplando lo que existe.
A veces despertamos con una muerte a cuestas,
material, indolora, acariciante,
tan viva en su morir
que nos hace sentir que ya no somos;
pero al librarnos de ella
volvemos a pisar en tierra firme,
a creer en el cuerpo que habitamos,
a contemplar el sol que late sin descanso,
a sufrir la fatiga de la sangre;
y entonces nos invade
un llanto como el llanto que lloramos
en el instante exacto de nacer,
porque todo lo que vemos nos convence
de verdad de haber resucitado.